27 julio 2013

DOMINGO XVII DEL T. ORDINARIO CICLO C

1.- “En aquellos días el Señor dijo: La acusación contra Sodoma y Gomorra es fuerte y su acusación es grave…” (Gn 18, 20) El hombre tiene una capacidad enorme de corrupción. Puede llegar a límites insospechados de maldad. Y lo terrible es que no son actos aislados los que constituyen la perversidad; se trata de una actitud, de una disposición de ánimo que se hace habitual. La historia de los hombres nos narra cómo en determinados momentos esa maldad es tan grande que llega a encolerizar a Dios. Entonces se desata la ira divina. La tierra se recubre de cadáveres, las lágrimas y la sangre desbordan sus cauces normales y ahogan el corazón del hombre. Y uno escucha, uno lee noticias, uno ve cosas, acciones injustas de los unos y los otros, pecados contra naturaleza que encuentran carta de naturaleza en leyes civilizadas, crímenes como el aborto y la eutanasia que se reconocen como legales.
Y uno piensa si Dios no estará a punto de estallar, a punto de romper de nuevo los diques que contienen las aguas y el fuego… Sodoma y Gomorra, ciudades que llegan al límite máximo de perversión. Su pecado provoca una terrible lluvia de azufre y de fuego que, cayendo de lo alto, convierten aquel valle en una profunda fosa de miles de muertos… Ojalá que Dios no se encolerice ante el triste espectáculo que los hombres de hoy presentamos.
“Entonces Abrahán se acercó y dijo a Dios: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable?” (Gn 18, 23) Abrahán intercede ante Dios. Le asusta la idea del castigo divino. Él cree en el poder infinito del Señor, él sabe que no hay quien le resista. Tiembla al pensar que la ira de Yahvé pueda desencadenarse. Y Abrahán, llevado de la gran confianza que Dios le inspira, se acerca para pedir misericordia. Un diálogo sencillo. Abrahán es audaz en su oración, atrevido hasta la osadía: si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta inocentes que hay en ella? ¡Lejos de ti tal cosa…! Dios accede a la proposición. Entonces Abrahán se crece, regatea al Señor el número mínimo de justos que es necesario para obtener el perdón divino. Así, en una última proposición, llega hasta diez justos. Y el Señor concede que si hay esos diez inocentes no destruirá la ciudad.
Diez justos. Diez hombres que sean fieles a los planes de Dios. Hombres que vivan en santidad y justicia ante los ojos del Altísimo. Hombres que sean como pararrayos de la justicia divina. Amigos de Dios que le hablen con la misma confianza de Abrahán, que obtengan del Señor, a fuerza de humilde y confiada súplica, el perdón y la misericordia.
2.- “Te doy las gracias, Señor, de todo corazón ” (Sal 137, 1) La gratitud es, sin duda, una de las virtudes más nobles que el hombre puede tener. Es de bien nacidos el ser agradecidos, dice el refrán, y dice bien. Quizás por eso la oración más perfecta, la más agradable a Dios, es la de acción de gracias. De hecho, eucaristía significa acción de gracias. Y seguro que no hay otra oración o acto de culto que sea más grato a Dios que la Santa Misa o Eucaristía.
Todas las oraciones personales que Jesús recita en voz alta, exceptuadas las de la Pasión, son de acción de gracias. Y san Pablo decía a los fieles de Tesalónica que la voluntad de Dios es que den gracias por todo. A los de Colosas dice que cuanto hagan de palabra o de obra, lo realicen en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios.
Cuántos motivos tenemos de continuo para decir con emoción y confianza: Gracias, Padre mío. Unamos nuestro corazón al del salmista y digamos: Daré gracias a tu nombre, por tu misericordia y lealtad, porque tu promesa supera a tu fama. Cuando te invoqué me escuchaste, acrecentaste el valor en mi alma.
“Él Señor es sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio” (Sal 137, 6)Es una de las primeras razones para ser agradecidos a Dios: el que se fije en los humildes, el que se sienta atraído por los que son poca cosa, los pobres pecadores, mendigos permanentes del perdón de Dios. Sería terrible que el Señor se inclinase por los poderosos y los fuertes. Si así fuera la inmensa mayoría de los mortales quedaríamos al margen de la misericordia divina.
Pero gracias a Dios -y nunca mejor dicho-, no es de ese modo, sino muy al contrario. El Señor de los cielos y tierra se complace en los humildes, derriba de sus tronos a los poderosos y ensalza a los débiles, despide vacíos a los ricos y a los pobres los colma de bienes. Cuando camino entre peligros, sigue el salmista, me conservas la vida… Siempre caminamos mientras vivimos y siempre hay un peligro al acecho. Pero Dios nos guarda por medio de ese ángel que está siempre a nuestro lado, como compañero de nuestro largo viaje… Extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo y tu derecha me salva… Cuánta paz y confianza hemos de tener siempre, pase lo que pase, sabiendo que tú nos amas y que todo lo puedes… El Señor completará sus favores conmigo, su misericordia es eterna… Por todo eso, Señor, de nuevo: gracias.
3.- “Hermanos: por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo” (Col 2, 12) El Apóstol alude aquí de modo claro al bautismo por inmersión, antiguo rito del que se practicaba en la Iglesia primitiva. Rito que era usual entre los judíos. Así vemos que san Juan Bautista bautiza a cuantos vienen hasta él sumergiéndolos en las aguas del Jordán. En la basílica mayor de San Juan de Letrán en Roma, se conserva un antiguo baptisterio en forma de piscina octogonal. El catecúmeno que se iba a bautizar entraba en el agua con todos sus pecados, y volvía a salir limpio de toda culpa, después de haberse recitado sobre él la fórmula del bautismo que señaló Cristo.
Con ese rito se verificaba la sepultura del hombre viejo en las aguas, así como el resurgir con Cristo Resucitado del hombre nuevo. Hoy el rito se ha simplificado, pero la realidad sacramental sigue siendo la misma. Es decir, por el bautismo ha muerto nuestro hombre viejo y ha resucitado el hombre nuevo; hemos roto las cadenas con que nos esclavizaba Satanás, para vivir ya lejos del pecado una vida nueva y maravillosa. Dios nos ha perdonado, nos ha colmado con su amor. Vivamos, pues, de manera consecuente. Que nuestra vinculación a Cristo tenga honda repercusión en nuestra vida cotidiana, que esa filiación divina, adquirida con el bautismo, la vivamos de forma responsable y plena.
“Borró el protocolo que nos condenaba…” (Col 2, 14) A causa del pecado original, Satanás tenía un cierto derecho sobre nuestras vidas. Desde Adán todos sus descendientes venimos a ser posesión del Demonio. Una posesión diabólica que sometía al hombre al dolor y al sufrimiento físico y moral, que lleva consigo el pecado. Pero así como la desobediencia de Adán nos sumió en la miseria de una servidumbre humillante, así también la obediencia de Cristo nos elevó a la categoría suprema de ser hermanos suyos e hijos de Dios.
La cuenta fue saldada y los esclavos liberados. Hemos de reflexionar sobre todo esto, hemos de recapacitar, hemos de caer en la cuenta de lo que esto significa. Ojalá que el Señor nos conceda su luz y su gracia para que nos apercibamos a tiempo, para que no seamos tan necios de volver a caer en las garras del Demonio. Qué pena si esto nos ocurre. Qué pena que la sangre divina haya sido derramada inútilmente… Seamos sensatos y no rompamos el vínculo que nos une con Dios, Bien supremo. Luchemos por no dejarnos atar otra vez al yugo del Diablo, nuestro más encarnizado y feroz enemigo.
4.- “Cuando oréis, decid: Padre…” (Lc 11, 2) Muchas son las veces que Jesús aparece en los Evangelios sumido en oración. El evangelista san Lucas es el que más se fija en esa faceta de la vida del Señor y nos la refiere en repetidas ocasiones. Esa costumbre, ese hábito de oración, llama la atención de sus discípulos, los anima a imitarle. Por eso le ruegan que les enseñe a rezar, lo mismo que el Bautista enseñó a sus discípulos. El Maestro no se hace rogar y les enseña la oración más bella y profunda que jamás se haya pronunciado: el Padrenuestro.
Lo primero que hay que destacar es que nos enseñe a dirigirnos a Dios llamándole Padre. La palabra original aramea es la de Abba, de tan difícil traducción que lo mismo san Marcos que san Pablo la transmiten tal como suena. Es una palabra tan entrañable, tan llena de ternura filial y de confianza, tan familiar y sencilla, tan infantil casi, que los judíos nunca la emplearon para llamar a Dios. Le llamarán Padre; incluso Isaías lo compararán con una madre, o mejor dicho, con todas las madres del mundo, pero no lo llamarán nunca Abba.
La misma Iglesia es consciente del atrevimiento que supone dirigirse a Dios con el nombre de Padre, con la confianza y la ternura del hijo pequeño, que suple con un balbuceo su dificultad para pronunciar bien el nombre de padre. Por eso en la liturgia eucarística, antes de la recitación del Padrenuestro, el sacerdote dice que fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo sus divinas enseñanzas, nos atrevemos a decir; “audemus dicere”, dice el texto latino, tenemos la audacia de decir.
Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos pequeños y queridos. Por eso podemos y debemos dirigirnos a él llenos de esperanza, seguros de ser escuchados y atendidos en nuestras necesidades, materiales y espirituales. Es cierto que en ocasiones nos puede parecer que el Señor no nos escucha. Pero nada más lejos de la realidad. Él sabe más y conoce lo que de verdad nos conviene, lo que en definitiva será para nuestro bien, y lo que nos puede perjudicar.
Por otra parte recordemos que esa oración que Jesús nos enseña nos dice que Dios es Padre nuestro. No mío ni tuyo, sino nuestro. Es cierto que las relaciones que Jesús establece entre Dios y el hombre son relaciones personales, de tú a tú. Pero también es verdad que esas relaciones pasan por el prójimo, hasta el punto que si nos olvidamos de los hermanos, no podemos llegar hasta el Padre. Así, pues, no se puede ser hijo de Dios sin ser hermano de los hombres. Por eso le llamamos Padre nuestro y pedimos el pan nuestro de cada día y que perdone nuestras deudas –no mis deudas–, al tiempo que prometemos que también nosotros, por amor suyo, perdonamos a nuestros deudores… Termina el pasaje con una exhortación, tres veces repetida, para que pidamos sin descanso. Estas palabras de Jesús dan la impresión, una vez más, de que Dios está más dispuesto a dar que nosotros a pedir.

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