14 junio 2014

DOMINGO DE LA SANTISIMA TRINIDAD

El domingo después de pentecostés se dedica a la Santísima Trinidad. Es el lugar más apropiado del año litúrgico para esta celebración. El papa san León, en sus sermones de pentecostés, gustaba detenerse a considerar la Trinidad. Y es lógico, puesto que por el Espíritu Santo llegamos a creer y a reconocer la trinidad de personas en el único Dios. Habiendo celebrado todos los misterios de Cristo, la Iglesia echa una mirada retrospectiva de agradecimiento a la obra completa de la redención. Desde la contemplación de las obras maravillosas de Dios nos volvemos a considerar la vida interna de la Divinidad.

Historia de la fiesta. 
Comenzó a celebrarse esta fiesta hacia el año 1000, tal vez un poco antes. Parece ser que fueron los monjes los que asignaron el domingo después de pentecostés para su celebración. Anteriormente existía misa votiva y oficio en honor de la Trinidad, pero no día de su fiesta como tal. Las iglesias diocesanas comenzaron a seguir el ejemplo de los benedictinos y los cistercienses, y, en los dos siglos siguientes, la celebración se extendió por toda Europa. Roma, siempre tan conservadora en cuestión de liturgia, tardó en admitir la nueva fiesta. Por fin, en 1334, el papa Juan XXII la introdujo como fiesta de la Iglesia universal.
El domingo de la Santísima Trinidad es de institución relativamente tardía, pero fue precedido por siglos de devoción al misterio que celebra. Tal devoción arranca del mismo Nuevo Testamento; pero lo que le dio especial impulso fue la lucha de la Iglesia contra las herejías de los siglos IV y V. El arrianismo negaba la divinidad de Cristo. En 325, el concilio de Nicea afirmó que Cristo es coeterno y consustancial con el Padre, y así condenó el arrianismo. Esto fue reafirmado en el concilio de Constantinopla, en 381, que declaró además que el Espíritu Santo es distinto del Padre y del Hijo, pero consustancial, igual y coeterno con ellos.
Significado de la fiesta. 
El objeto de la fiesta no es una realidad abstracta. Lo que adoramos es el Dios vivo, el Dios en que vivimos, nos movemos y existimos. Las personas divinas de la Trinidad no son extrañas. Por el bautismo participamos en la vida de Dios; entramos en relación personal con el Dios uno y trino. La gracia bautismal nos incorpora a Cristo, nos llena con su Espíritu, nos hace hijos de Dios. En una meditación sobre la Trinidad, santo Tomás de Aquino afirma que por la gracia no sólo el Hijo, sino también el Padre y el Espíritu Santo vienen a morar en la mente y el corazón. El Padre viene fortaleciéndonos con su poder; el Hijo, iluminándonos con su sabiduría; el Espíritu Santo, con su bondad llena de amor nuestros corazones.
La Santísima Trinidad es ciertamente un misterio, pero un misterio en el cual nosotros estamos inmersos. Es un océano que no podemos esperar abarcar en esta vida. Incluso la eternidad entera será insuficiente para agotar sus riquezas. A la luz de la gloria veremos a Dios cara a cara; pero no será una visión estática, sino una exploración sin fin.
¿De qué manera hemos de aproximarnos a este misterio? ¿Comenzaremos por la unidad de naturaleza o por la trinidad de personas? Probablemente nos inclinaremos a comenzar por lo primero. Durante siglos la enseñanza de la Iglesia ha acentuado la unidad del ser. Así se hacía también en la catequesis popular. Una oración popular irlandesa, traducida por Tomás Kinsella, ilustra esta idea:
Tres pliegues en una sola tela,
pero no hay más que una tela.
Tres falanges en un dedo,
pero no hay más que un dedo.
Tres hojas en un trébol,
pero no hay más que un trébol.
Escarcha, nieve, hielo...,
los tres son agua.
Tres personas en Dios 
son asimismo un solo Dios.
En contraste con esta idea podemos considerar el famoso icono ruso de la Trinidad pintado por Rublev. Representa la escena descrita en Gén 18,1-18 en la que Yavé se aparece a Abrahán bajo la forma de tres ángeles. Es éste un hermoso retrato místico de la Trinidad, en el que la distinción de las personas y sus relaciones mutuas se transmiten utilizando gran delicadeza de colores y formas.
El padre Cipriano Vagaggini, en su gran obra Las dimensiones teológicas de la liturgia, sostiene esta última aproximación, que, según él, es más escriturística y tradicional. Se comienza, dice, por la trinidad de personas. Así se encuentra básicamente en la liturgia, como se desprende de la Escritura y de los más antiguos padres de la Iglesia. Las polémicas antiarrianas de lo s siglos IV y V cambiaron este punto de vista, ya que se juzgó sumamente necesario acentuar más y más la unidad de naturaleza de la Divinidad. Esto tuvo como resultado que la distinción de personas retrocediera, en cierta medida, a un segundo término de la consciencia cristiana. En su nueva forma, la fiesta de la Santísima Trinidad tiende, en cierto modo, a restablecer un equilibrio.
Según el punto de vista escriturístico y litúrgico, el centro del interés no es tanto la Santísima Trinidad en sí misma cuanto en sus relaciones con el mundo y la historia sagrada. Se intenta determinar cuál es el papel específico de cada una de las personas divinas en la historia de la salvación. Esa historia abraza la vida de cada uno de nosotros. El padre Vagaggini ha pergeñado una fórmula para expresar la forma en que el Dios uno y trino actúa fuera de sí mismo:
Todo bien nos viene del Padre, por mediación de su Hijo encarnado, Jesucristo, por medio de la presencia del Espíritu Santo en nosotros; y del mismo modo, por la presencia en nosotros del Espíritu Santo, a través de la mediación del Hijo de Dios encarnado, Jesucristo, todo retorna al Padre.
 
Este modo de considerar la Trinidad puede decirse más dinámico, comparado con el otro, que era más estático. Es como un proceso de vida y movimiento. La Trinidad no es una realidad remota y abstracta, algo que está "ahí fuera". Está mucho más aquí, abrazando y penetrando mi vida. Para san Pablo y los otros escritores del Nuevo Testamento, la vida cristiana y moral es profundamente trinitaria hasta la médula. Todo cuanto tenemos lo recibimos del Padre, que es la fuente de nuestro ser; pero lo recibimos por Jesucristo, nuestro mediador. El Espíritu Santo es quien nos une a Cristo, y sin él no podemos acercarnos al Padre ni volver a él como a nuestro fin último.

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