04 julio 2014

DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

En Jesucristo se cumple la profecía de Zacarías: «Mira

a tu Rey». En contraste con los jefes políticos y religiosos


de Israel y de los escribas, que oprimían las conciencias

con interpretaciones abusivas de la Ley, Jesucristo

proclama que los valores del Reino se realizan en

los pequeños. Él mismo es el primero de ellos.

El que tiene el Espíritu de Cristo destruye la autosuficiencia,

la soberbia, los egoísmos y ambiciones y, mediante

la acción del Espíritu, es vivificado y asemejado

a Jesús (2ª Lect.).

«Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu».


San Pablo quiere inculcarnos la certeza de esta nueva

vida que ha sido infundida en nuestra alma por el bautismo.

No estamos en “la carne”, es decir, no estamos

abandonados a nuestras solas fuerzas naturales y a

nuestra debilidad pecaminosa. Por tanto, no tiene sentido

seguir autojustificándo nuestros pecados, lamentándonos

y apelando a nuestra debilidad, cuando estamos

en el Espíritu, cuando tenemos en nosotros la fuerza del

Espíritu que nos hace capaces de una vida santa. «Estamos




en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente
».

«El Espíritu de Dios habita en vosotros». Somos templo


del Espíritu Santo. Estamos consagrados. Somos

lugar donde Dios mora y donde ha de ser glorificado.

El Espíritu Santo no está en nosotros inmóvil. Permanece

en nosotros como Ley nueva, como impulso de

vida. Su acción omnipotente se vuelca sobre nosotros

para hacernos santos, para vivir según Cristo. Ser santo

ni es imposible ni es difícil. Se trata de acoger dócilmente

la acción del Espíritu, secundando su impulso

poderoso, dando muerte con la fuerza del Espíritu a las

obras de la carne para que se manifieste en nosotros el

fruto del Espíritu.

«Vivificará también sus cuerpos mortales por el mismo

Espíritu». Hay una “primera resurrección”: cuando


el hombre es arrancado del dominio del pecado y comienza

a caminar en novedad de vida por la acción del

Espíritu. Pero habrá una “segunda resurrección”: cuando

también nuestro cuerpo mortal se beneficiará de esta

vida nueva suscitada por Dios en nosotros. El Espíritu

Santo tiene por característica propia el ser Creador y

desea vivificar nuestra persona entera, alma y cuerpo.

Quien con plena naturalidad y normalidad habla en el

Evangelio de hoy es “el Jesús histórico”. Es cierto que


no emplea las fórmulas dogmáticas de los concilios de

Nicea, Éfeso o Calcedonia, pero dice lo mismo con una

cristología indirecta: cuando habla, vive, actúa, ora,

etc., lo hace con la autoconciencia de quien sabe que es

Hijo de Dios en sentido singular y exclusivo. Si el mero


apelativo “hijo” no acreditara por sí mismo la identidad

con la naturaleza divina del Padre, la anterior afirmación

quedaría confirmada por la forma como Jesús se

muestra a lo largo de su vida terrena: igual conocimiento,

igual poder de hacer milagros, de perdonar pecados,

de juzgar a vivos y muertos, que el que tiene el Padre.

El que hoy nos habla en el Evangelio –Jesús– era Dios,

y sabía que era Dios.

«Exclamó Jesús: –Te doy gracias, Padre…». Jesús


sabe, no sólo que es conocido por Dios, sino que, en

cierto modo, es el objeto único del conocimiento divino;

y responde al Padre con esta típica oración de alabanza

y acción de gracias judía proclamando “las maravillas

de Dios”. ¿Cuáles son esas maravillas? El conocimiento

de Dios Padre por parte de los pequeñuelos

la gente sencilla», los discípulos), que por revelación

divina han conocido secretos de Dios ocultos para «los

sabios y entendidos». La línea de pensamiento es la del

Magnificat de María y la de san Pablo en 1Cor 1,26ss

(Dios ha elegido lo débil del mundo para avergonzar a

los fuertes). Dios no revela sus secretos más que a los


que se hacen pequeños.

Al que es humilde de veras, Dios le concede entrar en

su intimidad y conocer los misterios de su vida trinitaria,

la relación entre el Padre y el Hijo en el Espíritu

Santo. Esto no es sólo para unos pocos privilegiados,

sino para todo bautizado, para todo el que es «sencillo»

y se deja conducir por Dios. Pues precisamente «esta es



la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero,

y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).


Y conocer no es sólo saber con la cabeza, sino tratar

con Dios con familiaridad. ¿Mi vida como cristiano va

dirigida a crecer en este trato familiar con el Dios que

vive en mí, o me quedo en unas simples formulas de

tratamiento?

La expresión Dios «Padre» nunca había sido revelada a


nadie anteriormente. Cuando el mismo Moisés preguntó

a Dios quién era, escuchó otro nombre: Yahveh (cf.

Ex 3,14). A nosotros se nos ha revelado este nombre en

el Hijo, pues este nombre de Hijo implica el nombre

nuevo de Padre (Tertuliano).

«Venid a mí … cansados y agobiados». Son prácticamente

los pobres de las bienaventuranzas, los sencillos:


personas sin prestigio social o religioso, tal vez incultos

y sin muchos conocimientos.

«Mi yugo … y mi carga». La ley de Jesús es llevadera;


Él da fuerzas. Cristo se nos presenta como nuestro descanso.

Frente a los cansancios y agobios que nos procu-
 
ramos a nosotros mismos y frente a las cargas inútiles e

insoportables que ponemos en nuestros hombros, Cristo

es el verdadero descanso y su ley un alivio. El pecado

cansa y agobia. El trato y la familiaridad con Cristo

descansan. ¿Me decido a fiarme de Cristo y de su palabra?

Pero la razón decisiva para aceptar su invitación al discipulado

aprended de mí») no es la enseñanza que

da, sino el Maestro que la imparte: lo más íntimo y secreto

de Cristo, su «corazón», está lleno del espíritu del

siervo de Isaías. El verdadero pobre bíblico que vive

las bienaventuranzas, sometido a sólo el Padre, en

quien solamente confía, es Jesús, «manso y humilde de

corazón».


Ante la humildad de Cristo, el cristiano aprende también

a ser humilde. El Hijo de Dios no ha venido con

triunfalismos, sino sumamente humilde y modesto,

montado en un asno. A Jesús le gusta la humildad. Es el


estilo de Dios. Y el cristiano no tiene otro camino. Dios

no se da a conocer a los que se creen sabios y entendidos,

a los que creen saberlo todo, a los arrogantes y autosuficientes,

sino a los que humildemente se ponen

ante Dios reconociendo su pequeñez y su ceguera.
II. LA FE DE LA IGLESIA

El Reino de Dios revelado a los pequeños

(544; 2603)
El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es

decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús

fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los

pobres». Los declara bienaventurados porque «de ellos

es el Reino de los cielos»; a los "pequeños" es a quienes


el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado

a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta

la cruz, comparte la vida de los pobres; conoce el

hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica

con los pobres de todas clases y hace del amor activo

hacia ellos la condición para entrar en su Reino.


Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque

ha escondido los misterios del Reino a los que se

creen doctos y los ha revelado a los "pequeños" (los

pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor «¡Sí,

Padre!» expresa el fondo de su corazón, su adhesión al

querer del Padre, de la que fue un eco el "Fiat" de su


Madre en el momento de su concepción y que preludia

lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de

Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de

hombre al misterio de la voluntad del Padre.



La oración confiada

(2778; 2779; 2785)
El poder del Espíritu, que nos introduce en la Oración

del Señor, se expresa en las liturgias de Oriente y Occidente

con la bella palabra, típicamente cristiana “parrhesía”,


simplicidad sin desviación, conciencia filial,

seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado.

Es un corazón humilde y confiado que nos hace

volver a ser como niños; porque es a “los pequeños” a

los que el Padre se revela.

Antes de hacer nuestra la primera exclamación de la

Oración del Señor –¡Padre nuestro!–, conviene purificar

humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes


falsas, de “este mundo”. La humildad nos hace reconocer

que «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y
 

aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar», es decir, “ a


los pequeños.”

Lección consoladora ante nuestra sinceridad al sentirnos

realmente pequeños e inconstantes.  Respuesta en la Palabra

de este domingo: Dios es Padre, ama a los pequeños y nos

invita a su intimidad para aliviarnos de nuestras cargas.

¡Gracias Señor!

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