En Jesucristo se cumple la profecía de Zacarías: «Mira
a tu Rey». En contraste con los jefes políticos y religiosos

de Israel y de los escribas, que oprimían las conciencias
con interpretaciones abusivas de la Ley, Jesucristo
proclama que los valores del Reino se realizan en
los pequeños. Él mismo es el primero de ellos.
El que tiene el Espíritu de Cristo destruye la autosuficiencia,
la soberbia, los egoísmos y ambiciones y, mediante
la acción del Espíritu, es vivificado y asemejado
a Jesús (2ª Lect.).
«Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu».
San Pablo quiere inculcarnos la certeza de esta nueva
vida que ha sido infundida en nuestra alma por el bautismo.
No estamos en “la carne”, es decir, no estamos
abandonados a nuestras solas fuerzas naturales y a
nuestra debilidad pecaminosa. Por tanto, no tiene sentido
seguir autojustificándo nuestros pecados, lamentándonos
y apelando a nuestra debilidad, cuando estamos
en el Espíritu, cuando tenemos en nosotros la fuerza del
Espíritu que nos hace capaces de una vida santa. «Estamos
en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente
».
«El Espíritu de Dios habita en vosotros». Somos templo
del Espíritu Santo. Estamos consagrados. Somos
lugar donde Dios mora y donde ha de ser glorificado.
El Espíritu Santo no está en nosotros inmóvil. Permanece
en nosotros como Ley nueva, como impulso de
vida. Su acción omnipotente se vuelca sobre nosotros
para hacernos santos, para vivir según Cristo. Ser santo
ni es imposible ni es difícil. Se trata de acoger dócilmente
la acción del Espíritu, secundando su impulso
poderoso, dando muerte con la fuerza del Espíritu a las
obras de la carne para que se manifieste en nosotros el
fruto del Espíritu.
«Vivificará también sus cuerpos mortales por el mismo
Espíritu». Hay una “primera resurrección”: cuando
el hombre es arrancado del dominio del pecado y comienza
a caminar en novedad de vida por la acción del
Espíritu. Pero habrá una “segunda resurrección”: cuando
también nuestro cuerpo mortal se beneficiará de esta
vida nueva suscitada por Dios en nosotros. El Espíritu
Santo tiene por característica propia el ser Creador y
desea vivificar nuestra persona entera, alma y cuerpo.
Quien con plena naturalidad y normalidad habla en el
Evangelio de hoy es “el Jesús histórico”. Es cierto que
no emplea las fórmulas dogmáticas de los concilios de
Nicea, Éfeso o Calcedonia, pero dice lo mismo con una
cristología indirecta: cuando habla, vive, actúa, ora,
etc., lo hace con la autoconciencia de quien sabe que es
Hijo de Dios en sentido singular y exclusivo. Si el mero
apelativo “hijo” no acreditara por sí mismo la identidad
con la naturaleza divina del Padre, la anterior afirmación
quedaría confirmada por la forma como Jesús se
muestra a lo largo de su vida terrena: igual conocimiento,
igual poder de hacer milagros, de perdonar pecados,
de juzgar a vivos y muertos, que el que tiene el Padre.
El que hoy nos habla en el Evangelio –Jesús– era Dios,
y sabía que era Dios.
«Exclamó Jesús: –Te doy gracias, Padre…». Jesús
sabe, no sólo que es conocido por Dios, sino que, en
cierto modo, es el objeto único del conocimiento divino;
y responde al Padre con esta típica oración de alabanza
y acción de gracias judía proclamando “las maravillas
de Dios”. ¿Cuáles son esas maravillas? El conocimiento
de Dios Padre por parte de los pequeñuelos
(«la gente sencilla», los discípulos), que por revelación
divina han conocido secretos de Dios ocultos para «los
sabios y entendidos». La línea de pensamiento es la del
Magnificat de María y la de san Pablo en 1Cor 1,26ss
(Dios ha elegido lo débil del mundo para avergonzar a
los fuertes). Dios no revela sus secretos más que a los
que se hacen pequeños.
Al que es humilde de veras, Dios le concede entrar en

su intimidad y conocer los misterios de su vida trinitaria,
la relación entre el Padre y el Hijo en el Espíritu
Santo. Esto no es sólo para unos pocos privilegiados,
sino para todo bautizado, para todo el que es «sencillo»
y se deja conducir por Dios. Pues precisamente «esta es
la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero,
y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).
Y conocer no es sólo saber con la cabeza, sino tratar
con Dios con familiaridad. ¿Mi vida como cristiano va
dirigida a crecer en este trato familiar con el Dios que
vive en mí, o me quedo en unas simples formulas de
tratamiento?
La expresión Dios «Padre» nunca había sido revelada a
nadie anteriormente. Cuando el mismo Moisés preguntó
a Dios quién era, escuchó otro nombre: Yahveh (cf.
Ex 3,14). A nosotros se nos ha revelado este nombre en
el Hijo, pues este nombre de Hijo implica el nombre
nuevo de Padre (Tertuliano).
«Venid a mí … cansados y agobiados». Son prácticamente
personas sin prestigio social o religioso, tal vez incultos
y sin muchos conocimientos.
«Mi yugo … y mi carga». La ley de Jesús es llevadera;
Él da fuerzas. Cristo se nos presenta como nuestro descanso.
Frente a los cansancios y agobios que nos procu-
ramos a nosotros mismos y frente a las cargas inútiles e
insoportables que ponemos en nuestros hombros, Cristo
es el verdadero descanso y su ley un alivio. El pecado
cansa y agobia. El trato y la familiaridad con Cristo
descansan. ¿Me decido a fiarme de Cristo y de su palabra?
Pero la razón decisiva para aceptar su invitación al discipulado
(«aprended de mí») no es la enseñanza que
da, sino el Maestro que la imparte: lo más íntimo y secreto
de Cristo, su «corazón», está lleno del espíritu del
siervo de Isaías. El verdadero pobre bíblico que vive
las bienaventuranzas, sometido a sólo el Padre, en
quien solamente confía, es Jesús, «manso y humilde de
corazón».
Ante la humildad de Cristo, el cristiano aprende también
a ser humilde. El Hijo de Dios no ha venido con
triunfalismos, sino sumamente humilde y modesto,
montado en un asno. A Jesús le gusta la humildad. Es el
estilo de Dios. Y el cristiano no tiene otro camino. Dios
no se da a conocer a los que se creen sabios y entendidos,
a los que creen saberlo todo, a los arrogantes y autosuficientes,
sino a los que humildemente se ponen
ante Dios reconociendo su pequeñez y su ceguera.
II. LA FE DE LA IGLESIA
El Reino de Dios revelado a los pequeños
(544; 2603)
El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es
decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús
fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los
pobres». Los declara bienaventurados porque «de ellos
es el Reino de los cielos»; a los "pequeños" es a quienes
el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado
a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta
la cruz, comparte la vida de los pobres; conoce el
hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica
con los pobres de todas clases y hace del amor activo
hacia ellos la condición para entrar en su Reino.
Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque
ha escondido los misterios del Reino a los que se
creen doctos y los ha revelado a los "pequeños" (los
pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor «¡Sí,
Padre!» expresa el fondo de su corazón, su adhesión al
querer del Padre, de la que fue un eco el "Fiat" de su
Madre en el momento de su concepción y que preludia
lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de
Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de
La oración confiada
(2778; 2779; 2785)
El poder del Espíritu, que nos introduce en la Oración
del Señor, se expresa en las liturgias de Oriente y Occidente
con la bella palabra, típicamente cristiana “parrhesía”,
simplicidad sin desviación, conciencia filial,
seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado.
Es un corazón humilde y confiado que nos hace
volver a ser como niños; porque es a “los pequeños” a
los que el Padre se revela.
Antes de hacer nuestra la primera exclamación de la
Oración del Señor –¡Padre nuestro!–, conviene purificar
humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes
falsas, de “este mundo”. La humildad nos hace reconocer
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar», es decir, “ a
los pequeños.”
Lección consoladora ante nuestra sinceridad al sentirnos
realmente pequeños e inconstantes. Respuesta en la Palabra
de este domingo: Dios es Padre, ama a los pequeños y nos
invita a su intimidad para aliviarnos de nuestras cargas.
¡Gracias Señor!



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