La narración se estructura con las tres intervenciones de la mujer pidiendo por su hija (vv. 22. 25. 27) y las reacciones de Jesús, primero en forma negativa (vv. 23. 24. 26) y al final, alabando la fe de la mujer (v. 28), y concediéndole su pedido.
El texto comienza ubicando a Jesús en una región extranjera, y con una mujer también extranjera, una cananea, que le hace un pedido por su hija que sufre mucho. La mujer, si bien es extranjera, llama a Jesús con un título de salvador: "Hijo de David", (ver 1.1) que será el mismo título con que lo invoquen los ciegos en 9.27 y los de Jericó en 20,30, pidiéndole que tenga compasión de ellos.
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El texto llama la atención por la repetida negación de Jesús a atender el pedido de esta mujer. Parece que estuviéramos ante un Jesús duro, que no se compadece del dolor de otros, y nos sorprende esa actitud. Primero no le contesta nada (v. 23); luego, ante la intercesión de los discípulos indica que fue enviado solo a las ovejas perdidas de Israel, (v. 24), y finalmente cuando la mujer lo alcanza y se postra ante él, nuevamente le da una negativa no considerándola una "hija", es decir, perteneciente a Israel. La comparación con los "perritos" no necesariamente es despectiva; pero Jesús marca bien la distinción entre judíos y no judíos.
Ante cada una de estas sucesivas negativas y adversidades que encuentra la mujer, no se acobarda, y sigue insistiendo. Y en la última intervención, sorprende gratamente a Jesús con una salida inesperada y llena de ingeniosa confianza: "Sí, Señor, pero hasta los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos" (v. 27). Ella acepta la comparación con los perros, pero con la imagen de los perros comiendo de lo que cae de las mesas, descoloca a Jesús, que elogia fuertemente su fe: "¡Mujer, qué grande es tu fe!", y le concede lo que pide: "Hágase como quieres".
El camino de las sucesivas negativas de Jesús y la insistente confianza de la mujer son de una enseñanza importante para los lectores. ¿Quería Jesús negarle lo que pedía? ¿O más bien quería enseñar la necesidad de confiar hasta el final, a pesar de toda adversidad? Frente a las muchas situaciones de dolor que les toca vivir a los discípulos y a los creyentes, el relato enseña que a pesar de las aparentes "negativas", se les invita a perseverar en la confianza, a no decaer ante las pruebas, como dice Jesús: "Perseveren hasta el fin, para poder salvarse" (Lc 21,19).
A veces Dios nos coloca en una posición de impotencia tal que no nos queda más remedio que clamar a Él, seamos cristianos o paganos, creyentes o no creyentes, religiosos o a-religiosos, católicos practicantes o católicos fríos. Es lo que posiblemente le sucedió a esta madre que, siendo pagana, pero abrumada por la situación de su hija, no le queda más remedio que acudir al Mesías de los judíos.
El desarrollo del relato evangélico nos muestra que la cananea como que intuía que Jesús era Mesías no sólo de los judíos, sino de todos, porque a pesar de no ser judía, se atreve a pedir a Jesús que cure a su hija.
Y Jesús se hace el que no escucha. Así es Dios a veces: simula no escucharnos. Y ¿por qué? O, más bien ¿para qué? ... Para reforzar nuestra fe. Se habla de “poner a prueba” nuestra fe. Pero no se trata de una prueba como un examen o un test, sino más bien como un ejercicio que fortalece la fe.
Ese aparente silencio divino es más bien como la calistenia del atleta para fortalecerse en su especialidad. Podemos decir que Dios refuerza nuestra fe. Cuando el Señor parece esconderse o parece no hacernos caso puede ser que esté tratando de fortalecer nuestra fe débil.
Sin embargo Jesús insiste en ejercitar aún más la fe de su interlocutora. No le parece suficiente el silencio inicial, sino que al recibir la petición de la mujer, le responde que no le toca atender a los que no sean judíos, pues “ha sido enviado sólo para las ovejas descarriadas de la casa de Israel”.
La mujer no acepta esta respuesta de Jesús, sino que se postra ante Él y le suplica: “¡Señor, ayúdame!”.
Igual que el entrenador exige al atleta templar más sus músculos y aumentar su resistencia para estar mejor preparado, sigue el Señor forzando la fe de la cananea. Le responde: “No está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos”, queriendo significar que para ese momento no debía ocuparse de los paganos sino de los judíos.
La mujer no ceja. Definitivamente, no acepta un “no” como respuesta de Jesús. Iluminada por el Espíritu Santo, le responde a Jesús con un argumento irrebatible: “hasta los perritos se comen las migajas de la mesa de sus amos”.
La fe de la mujer había sido reforzada con los aparentes desplantes del Señor. Y ahora la fe de la mujer queda recompensada, pues obtiene de Jesús lo que pide. Nos dice el Evangelio que “en aquel mismo instante quedó curada su hija”.
“¡Qué grande es tu fe!”, le dice el Señor a la mujer. Y ... ¡qué gentil es el Señor! Nos da crédito por lo que no viene de nosotros sino de El. ¡Si la fe es un regalo que El mismo nos da!
Ahora bien, como todo regalo, es necesario que lo recibamos. Es necesario aceptar ese regalo maravilloso que Dios nos da constantemente. Y, además, aceptar todos los entrenamientos que Dios hace a nuestra fe, para que ésta vaya fortaleciéndose y un día sea recompensada con el regalo definitivo que Dios quiere darnos: la Vida Eterna.
Esta oración persistente de la mujer cananea nos recuerda la necesidad de orar, orar incesantemente, sin desfallecer. Recordemos, además, que a Dios se le pide, no se le exige. Orar con humildad, como esta mujer, que no exigió, sino pidió. Orar, con humildad, confiando plenamente en Dios, en que nos dará lo que nos conviene para nuestra salvación, y sólo eso, no la satisfacción de caprichos. Y orar, pidiendo a Dios las cosas buenas, lo que nos conviene y siempre atenido todo a su Voluntad, no a nuestros deseos.
Hay otro tema en la Liturgia de este Domingo: la salvación es para todos, judíos y no judíos. Las respuestas de Jesús a la mujer cananea parecieran indicar lo contrario.
Lo cierto es que Dios eligió al pueblo de Israel para asignarle un papel primordial en la historia de la salvación. Los israelitas serían los primeros en recibir el llamado a la salvación. Pero luego la salvación se extendería a todo pueblo, raza y nación. La elección de Israel no significa, entonces, el rechazo a otros pueblos.
Queda esto claro en la Primera Lectura (Is. 56, 1.6-7), en la que Dios, por boca del Profeta Isaías, asegura que cualquier extranjero (no israelita) que crea en Él, que lo sirva y lo ame, que le rinda culto y que cumpla su alianza, “los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración ... porque mi casa será casa de oración para todos los pueblos”.
Todo el que crea en Dios será reunido en su Casa. La Casa de Dios será morada para todos los que quieran creer en Dios y hacer su Voluntad.
La Segunda Lectura (Rm. 11, 13-15.29-32) de San Pablo, “el Apóstol de los Gentiles”, nos habla también de la salvación universal. San Pablo se dirige especialmente a los no-judíos, lamentándose de los judíos, los de su raza, que han rechazado a Cristo.
Y nosotros ... ¡cuántas veces no hemos rechazado a Cristo! ¡Cuánto tiempo estuvimos rechazándolo y dándole la espalda! ¡Cuántas veces nos hemos comportado como paganos! ¡Cuántas veces al más mínimo silencio de Dios nos empecinamos más en nuestro mal! ¡Cuántas veces, porque Dios no nos complace nuestro capricho o nos hace esperar un rato, le protestamos y nos alejamos de El! ¡Qué diferente nuestra fe a la de la mujer cananea del Evangelio!
Pablo concluye este trozo de su carta así: “Dios ha permitido que todos cayéramos en la rebeldía, para manifestarnos a todos su misericordia”.
El pecado es un mal y es causa de condenación para los que no desean arrepentirse y que terminan por no arrepentirse.
Pero, si reconocemos a tiempo nuestra rebeldía para con Dios, se manifiesta su perdón, su misericordia infinita. Y si perseveramos hasta el final, obtenemos la salvación, que vino Cristo a traer y que prometió a todos los que aman a Dios. Es decir, a todos los que -como nos dice Isaías en la Primera Lectura- crean en Él, lo sirvan y lo amen, le rindan culto y cumplan su alianza: a todos los que hagan su Voluntad.
De allí que cantemos en el Salmo 66 las alabanza del Señor, para que “conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora”.
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