La contemplación atenta de todo ser viviente que nos rodea, nos sorprende al ver la dinámica de la vida: cómo comienza, progresa, fructifica en su plenitud, decae y desaparece... No es una excepción el ser humano, primero tenemos en cuenta las personas más cercanas que hemos conocido y cómo han ido pasando hasta terminar su andadura en este mundo; nos queda una profunda sensación interior, el innato deseo dela inmortalidad, que en esta vida no se realiza, sino que se abre a una nueva vida en que todo se transforma en eternidad...
Que un mes como noviembre en el que todo se abre a una reflexión sobre vida, muerte y eternidad (día de Todos los Santos, conmemoración de los Fieles Difuntos y hoy la consideración de el fin del mundo como lo conocemos para ser juzgado por el Rey que viene del Cielo y juzgará al mundo según su Ley de Amor que es la plenitud de la Ley y los Profetas y que a través del Evangelio se nos ha enseñado su pedagogía. No es algo más que se repite, es un don de la Gracia Divina para hacernos reflexionar y fructificar en una auténtica conversión que nos abre las puertas esperanzadoras de la Eternidad con el Señor.
A continuación se pone en nuestras manos y corazón la gran Esperanza plenificada en la Virgen como Señora de la Esperanza en un tiempo de comienzo y de renovación: el Adviento...
Todos los domingos de este año que hoy llega a su fin en la liturgia, nos ha venido marcando un camino de coherencia y de seguimiento de Jesús. Escuchamos al comienzo de este año una sentencia muy fuerte en labios de Cristo: No todo el que me dice "Señor, Señor" entrará al Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre (Mt 7, 21). La fiesta de Cristo Rey que hoy celebramos es el momento de preguntarnos si hemos sido coherentes o no con esta afirmación del Señor, si lo hemos seguido con fidelidad en el cumplimiento de su mandamiento supremo de amar como Él nos ha amado, o si hemos caído en la superficialidad de tomar a la ligera nuestro ser discípulos de Jesús.
Nos dice Mateo en su evangelio que el Hijo del Hombre se sentará en su trono para juzgar, es decir, para confrontar nuestra vida con su mandamiento de amar como Él lo hizo. No es la intención del evangelista presentar un final del mundo catastrófico, que nos provoque miedo. Quiere mostrarnos de manera anticipada cuál será el examen al que seremos sometidos en esa venida final del Señor. Es provechoso mirar el escenario en el cual se desarrolla ese “juicio-examen”. Nos dice el texto que el Señor está en el centro y que sus discípulos (ovejas y cabritos) están a su derecha e izquierda. La figura de Cristo como centro nos muestra cual es la medida con la cual seremos juzgados: es el mismo Señor, porque el Reinado de Cristo se define por aquel que ha tenido el amor más grande, tal como nos dice el evangelio de Juan (Jn 13,1: los amó hasta el extremo) Este amor del Señor es, para sus discípulos, su máxima norma de vida y se hace concreto en las relaciones con el prójimo. Es tal la importancia de cumplir estas acciones de amor para con el prójimo, que el hacerlas o no hacerlas, conlleva el salvarse o el perderse
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Hoy es una fecha muy especial para todos nosotros. Es la oportunidad que tenemos de reconocer a Jesús como el Rey, no solo del mundo sino de cada una de nuestras vidas. Se hace necesario que recordemos que un elemento característico de un rey, es su corona. Lastimosamente en algunos momentos decidimos ponernos una corona y ser nosotros mismos los reyes de nuestra vida, olvidando a muchos otros que sufren y nos necesitan, olvidando que Jesús es el Rey de bondad, que nos invita a comer a nosotros, sus amigos, y que quiere que nos reunamos con Él, como cuando las ovejas de un rebaño, se reúnen en torno a su pastor que rescata a aquellas que estaban perdidas, que se encontraban entre tinieblas, oscuridad y soledad. Nuestra corona debe ser la de Jesús, es decir la corona de la cruz, esa que implica la entrega total de si mismo.
Es por esta razón que se hace necesario despojarnos de estas coronas y recordar el ejemplo que nos dio Jesús, que aun siendo Rey se hizo servidor de todos de camino al calvario, humillándose hasta la cruz. Pero puede ser que nos estemos preguntando: ¿No es posible tener un camino más fácil? ¿Sin cruz? ¿Sin tener que despojarnos de nada? Eso sería imposible, porque nos convertiríamos en cristianos superficiales, sería una experiencia muy bonita, pero no profunda. Pero podemos preguntarnos de qué tenemos que despojarnos? Pues de la corona de la mundanidad. Ella nos lleva a ponernos otras coronas, como la de la vanidad, la de la prepotencia, la del orgullo y de la soberbia, y por eso nuestro gran reto es descubrir a Jesús en aquellos hermanos que sufren y que lloran, es ahí donde está nuestro amigo Jesús, haciéndose Rey del mundo y llamándonos a nosotros a servir como miembros de su gran Reino. Él está esperando que nosotros vayamos a su encuentro en el servicio a los más pobres, a los que más necesitan de un abrazo, una sonrisa o que tal vez sufren de hambre para que así, de esa manera, solo coronamos a quien es realmente Rey, es decir a Jesús.
A lo largo del año, en las lecturas que hemos compartido en las Eucaristías, domingo tras domingo, hemos escuchado con atención y fe las palabras que Jesús comparte con nosotros.
Por esa razón ahora, al llegar al final de este camino espiritual, es necesario que meditemos sobre nuestro caminar en él y sobre cómo se ha realizado su Reino en nosotros, ese que Él predicó y que quiere renovar la fe en Jesús Rey del Universo.
Ahora preguntémonos:
¿Considero a Jesús como el Rey y Señor de mi vida? ¿Ya le he dicho a Jesús que lo acepto como el primero en mi vida y en mi corazón? ¿Le he dado el permiso para que esté al frente de mis dificultades? ¿He visto a Jesús en el rostro de mis hermanos que sufren? ¿He coronado a Jesús como Rey, al ponerme al servicio del otro? ¿Considero que tengo coronas de las cuales deba despojarme?
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