04 enero 2020

DOMINGO DE EPIFANIA CICLO A

(Eclo 24, 1-4. 12-16; Ef 1, 3-6.15-18; Jn 1,1-18)
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Dios nos eligió en Cristo… para que fuésemos santos (Ef 1,4). Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron (Jn 1, 11).
Este domingo es una prolongación de la fiesta de Navidad, aunque su contenido es más teológico y elevado; este matiz nos invita a profundizar, especialmente a través de la tercera lectura tomada del prólogo del evangelio de san Juan, leída también en la “misa del día” el día 25, pero que hoy cobra especial protagonismo, al invitarnos a ir más allá de lo que recordamos en estas entrañables fiestas. Y es que Cristo Jesús, Sabiduría personificada de Dios, su Verbo, es consustancial con el Padre. De Él, de su eternidad, de su acción creadora de cuanto existe nos habla san Juan, para añadir, al final, que el Verbo se hizo carne y que habitó entre nosotros (Jn 1, 14), el misterio principal que estamos celebrando estos días.
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Pues bien, tras contemplar al Niño-Dios reclinado en el pesebre o en brazos de  María, su Madre, la liturgia de este domingo nos invita hoy a elevarnos hasta el misterio del Dios Uno y Trino. Ya la primera lectura, escrita allá por el año 180 antes de Cristo, parece hablarnos de una Sabiduría personificada, es decir, de una persona que existe desde el principio, antes de los siglos, que se gloría de su pueblo, que habita en Jacob, en Jerusalén; que echó raíces en un pueblo glorioso, mientras otros pueblos permanecían en la oscuridad y en la ignorancia. Los que hoy leemos este libro del Antiguo Testamento sabemos que esta Sabiduría para la Iglesia se identifica con la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo encarnado, Cristo, Palabra eterna de Dios, enviado ahora como Profeta y Maestro auténtico.
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Por su parte, el apóstol san Pablo, en la segunda lectura, abundando en este mensaje, nos dice que, desde antes de la creación del mundo, Dios, el Dios Uno y Trino, nos amó y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Cristo. Dios es quien actúa primero y por pura iniciativa suya nos bendice con toda clase de bendiciones y gracias, lo que debería provocar siempre en nosotros la respuesta que nos ofrece el mismo apóstol: Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones (Ef 1,39). La bendición descendiente de Dios y la que nosotros le tributamos con nuestra alabanza se encuentran en la persona de Cristo. En Él Dios nos eligió para que seamos santos.
La tercera lectura -ya lo hemos dicho- está tomada del evangelio de san Juan y constituye el mejor resumen no sólo del misterio de la Navidad, sino de toda la historia de la salvación. Desde la eternidad, el Verbo de Dios estaba junto a Dios, era Dios, y era la Palabra viviente de Dios. Y cuando llegó la plenitud de los tiempos el que era la Sabiduría y la Palabra de Dios se hizo hombre, se encarnó y acampó entre nosotros para iluminar con su luz a todos los hombres. Los que acogen esta Palabra reciben el don de nacer de Dios y ser sus hijos.
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Todos necesitamos la luz que brota de esta Palabra; todos la necesitamos para descubrir el sentido de nuestra vida. Como Sabiduría personificada, que es el propio Cristo, nos ayuda a ver las cosas desde los ojos de Dios -“luz de los que creen en Él”- feliz expresión que repetiremos en la oración de ofertorio. La verdad es que, si los hombres no reciben a ese Cristo como Palabra definitiva de Dios, el desconcierto y la confusión que reina en las ideologías harán imposible el mensaje proclamado por los ángeles en la Noche Buena: En la tierra paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 14).
Efectivamente, en el pasaje evangélico de hoy san Juan nos ha presentado un dilema: unos reciben a esa Persona que es la Palabra viva de Dios, y otros no. Esa Palabra era la Luz, pero la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió; aún más, vino a su casa y los suyos no la recibieron (Jn 1, 7 y 11). Una profunda tristeza invade el corazón del creyente. Ayer fue el pueblo de Israel, que después de esperar durante tantos siglos al Mesías, cuando por fin se cumplieron todas las promesas y las profecías no lo quisieron recibir, porque no se ajustaba a lo que ellos imaginaban. También hoy se le rechaza porque tampoco aceptan sus enseñanzas. La tristeza aumenta de grado cuando se uno encuentra con no pocos que un día creyeron en Él y, a la primera dificultad, lo abandonaron. Alentamos la esperanza de que regresen de nuevo.
Una reflexión final y muy oportuna: pronto terminarán las fiestas de Navidad; lo que viene después no es un punto y aparte, sino un punto y seguido, es decir, el encuentro dominical o acaso diario, con Cristo, la Palabra viviente que nos dirige una y otra vez Dios Padre. Sí, en la celebración de la Eucaristía encontraremos nuestra más profunda y eficaz “formación permanente”, la escuela que nos ayuda a crecer en nuestra fe y en nuestra vida cristiana. Si con el salmista pedimos a Dios “enséñanos tus caminos”, la respuesta nos vendrá de la Palabra que nos habla en nuestras celebraciones comunitarias o en la lectura que podamos hacer personalmente o en grupo.
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Dios nos eligió en Cristo… para que fuésemos santos (Ef. 1,4), nos dice hoy el Apóstol; el secreto para serlo consiste en hacer siempre la voluntad de Dios: la Virgen María nos lo dice con su respuesta al anuncio del ángel: hágase en mí según tu palabra. Habrá, pues, que esforzarse en ajustar nuestro estilo de vida a la Palabra que Dios nos dirige. Es así como viviremos en la luz, creceremos en la fe y en la esperanza, y nos sentiremos estimulados a vivir según Cristo.
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