02 febrero 2020

PRESENTACION DE JESUS EN EL TEMPLO 2 DE FEBRERO


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02 febrero 2020

PRESENTACION DE JESUS EN EL TEMPLO 2 DE FEBRERO

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 El Encuentro con Simeón y Ana (encuentro del Señor con su pueblo),

la Purificación ritual de la Virgen María,

se celebra la Fiesta de las Candelas o de las Luces

 Cuando Dios dio la ley, ordenó que las mujeres se abstuviesen de entrar en el templo, y de tocar cosa alguna consagrada al culto por algún tiempo después del parto.
Este tiempo se limitó a cuarenta días si era hijo lo que pariesen, y a ochenta siendo hija.

Pasado este término, la madre se presentaría en el templo y ofrecería al Señor en holocausto un tierno cordero en acción de gracias por su feliz alumbramiento, y un pichón ó una tórtola para expiación del pecado, es decir, de la impureza legal.

Se llevan candelas o velas a bendecir, las cuales simbolizan a Jesús como luz de todos los hombres.

Su nombre proviene del verbo latino candere, que significa brillar por su blancura, estar blanco o brillante por el calor, arder, abrasar, se forma en español la palabra candela; y del griego pyr, que significa fuego (comparese con “pira”), procede la palabra latina purus /pura, que contiene también la idea de seleccionar, de elegir. Ambos nombres, pues, encierran la sugestiva idea de fuego.
No se sabe con certeza cuando empezó a celebrarse la Procesión en este día.
Parece ser que en el siglo X ya se celebraba con solemnidad esta Procesión y ya empezó a llamarse a la fiesta como Purificación de la Virgen María.
Durante mucho tiempo se dio gran importancia a los cirios encendidos y después de usados en la procesión eran llevados a las casas y allí se encendían en algunas necesidades.
El Papa, el clero y el pueblo, con los pies descalzos, salmodiando y cantando antífonas y llevando en sus manos candelas encendidas, se dirigían desde la iglesia de San Adrian hasta la estacional de Santa María la Mayor, en donde se celebraba la misa solemne.
Actualmente en el ritual de misa, el Celebrante bendice las candelas diciendo:
Oremos:
Oh Dios, fuente y origen de toda luz,
que has mostrado hoy a Cristo,
luz de todas las naciones,
al justo Simeón;
dígnate bendecir c estos cirios;
acepta los deseos de tu pueblo
que, llevándolos encendidos en las manos
se ha reunido para cantar tus alabanzas,
y concédenos caminar por la senda del bien,
para que podamos llegar a la luz eterna.
Por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
Y rocía las candelas con agua bendita.


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Pero que, si la recién parida fuese pobre, en lugar del corderillo ofrecería otra tórtola ú otro pichón, con los que ofrecidos al Señor por el sacerdote quedaría purificada.

La parte más importante del rito consistía en la oblación de dos sacrificios. 
Uno que se denominaba “sacrificio por el pecado”, cuya materia siempre era una tórtola o un pichón.
Y otro “sacrificio de holocausto”, cuya víctima exigida era, para los ricos era un cordero de un año, y para los pobres un pichón o una tórtola.

La purificación de las madres tenía lugar por la mañana.
Entraría María por el atrio llamado de las mujeres, se colocaría en la grada más alta y allí sería rociada con el agua lustral por el sacerdote de turno, que a la vez recitaría sobre ella unas preces.
Además de la ley que hablaba de la purificación de la madre, había otra que particularmente se entendía del hijo primogénito.
Si el primer fruto del vientre de la madre fuere hijo, dice la Escritura, le separaréis para el Señor y se le consagraréis. (Exod., 13).
Por esta ley, todos los primogénitos de los hijos de Israel debían ser dedicados al ministerio de los altares.
Pero porque Dios había escogido para este empleo a los hijos de la tribu de Leví, ordenó que los primogénitos de las otras tribus, no debiendo servir en el templo, fuesen presentados al Señor como primicias que se le debían, y que después fuesen rescatados a precio de dinero.
No era necesario llevar a Jerusalén al infante.
Bastaba con que el padre pagase el impuesto al sacerdote de turno, no antes de los treinta y un días después del nacimiento, para cumplir religiosamente con lo estatuido en la ley.
Lo dice San Lucas (2,24), y, además, históricamente imaginamos que San José compraría un par de palomas o tórtolas al administrador del templo o a alguno de los mercaderes.
El sacerdote cortará el cuello del ave y sin separarlo del cuerpo derramará la sangre al pie del altar.
La paloma que sirvió para el holocausto será quemada sobre las ascuas del altar de bronce.

Cuando Dios dio la ley, ordenó que las mujeres se abstuviesen de entrar en el templo, y de tocar cosa alguna consagrada al culto por algún tiempo después del parto.
Este tiempo se limitó a cuarenta días si era hijo lo que pariesen, y a ochenta siendo hija.

Pasado este término, la madre se presentaría en el templo y ofrecería al Señor en holocausto un tierno cordero en acción de gracias por su feliz alumbramiento, y un pichón ó una tórtola para expiación del pecado, es decir, de la impureza legal.
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Pero que, si la recién parida fuese pobre, en lugar del corderillo ofrecería otra tórtola ú otro pichón, con los que ofrecidos al Señor por el sacerdote quedaría purificada.

La parte más importante del rito consistía en la oblación de dos sacrificios. 
Uno que se denominaba “sacrificio por el pecado”, cuya materia siempre era una tórtola o un pichón.
Y otro “sacrificio de holocausto”, cuya víctima exigida era, para los ricos era un cordero de un año, y para los pobres un pichón o una tórtola.


En la puerta del templo estaba un sacerdote, el cual recibía a los padres y al niño y hacía la oración de presentación del pequeño infante al Señor.
En aquel momento hizo su aparición un personaje muy especial. Su nombre era Simeón. Era un hombre inspirado en el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo había prometido a Simeón que no se moriría sin ver al Salvador del mundo, y ahora al llegar esta pareja de jóvenes esposos con su hijito al templo, el Espíritu Santo le hizo saber al profeta que aquel pequeño niño era el Salvador y Redentor.
Simeón emocionado pidió a la Santísima Virgen que le dejara tomar por unos momentos al Niño Jesús en sus brazos y levantándolo hacia el cielo proclamó en voz alta dos noticias: una buena y otra triste
Mientras aquel hombre inspirado habla así de la dignidad del Salvador y del misterio de nuestra redención, una santa viuda, de edad de ochenta y cuatro años, llamada Ana, hija de Fanuel.
Célebre por el don de profecía y por la santa vida que constantemente observaba después de la muerte de su marido, con quien había vivido siete años, entró en el templo, que frecuentaba mucho.
Y arrebatada del mismo espíritu y de los mismos ímpetus de gozo que Simeón, comenzó a alabar a Dios y contar lo que sabía de aquel divino Niño cuantos esperaban la redención y la salud de Israel.
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EL ORIGEN DE LA FIESTA EN LA IGLESIA

La fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen es una de las más antiguas que celebra la Iglesia. 
El año de 642, en tiempo del emperador Justiniano, se celebraba el día 2 de Febrero, en que se cumplen puntualmente los cuarenta desde el nacimiento del Niño Dios.

Llamaron los griegos a esta fiesta Hypapante, que quiere decir Encuentro, por el que tuvieron el viejo San Simeón y Santa Ana profetisa, hallándose en el templo al mismo tiempo que concurrieron en él el Hijo de Dios y su Santísima Madre.
San Gelasio I (492-496), Papa que gobernaba la Iglesia treinta años antes que Justiniano I (527-565) fuese emperador, había ya instituido en Roma esta fiesta, cuando, para desterrar la de las Lupercales ó purificaciones profanas, que celebraban los gentiles en el día 13 ó 14 de este mes.
Instituyó la de la Purificación de la Virgen con la ceremonia de las Candelas en sustitución de las impías ceremonias alrededor de sus templos, a las cuales daban el nombre de Lustraciones.
Creen algunos que el papa San Gelasio I sólo dio mayor solemnidad a esta fiesta, pretendiendo que, por lo demás, ya se celebraba en la Iglesia en el tercer siglo.
Lo cierto es que Surio, que vivía en el año de 430, habla de una fiesta muy célebre de la Virgen, que se solemnizaba entonces con gran devoción: había una fiesta en honra de la Virgen Madre de Dios, y, como era muy solemne, era grande la concurrencia de los fieles a celebrarla.
Tanta verdad es que la devoción a la Santísima Virgen fue desde los primeros siglos de la Iglesia la devoción favorecida de los fieles, así como lo es el día de hoy de todos los predestinados.
Unas iglesias le dieron a esta fiesta un marcado carácter cristológico y otras liturgias resaltaron más el carácter mariano.


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Pero desde entonces ha pasado a ser en primer lugar Cristológica, ya que el principal misterio que se conmemora es la Presentación de Jesús en el Templo y su manifestación o encuentro con Simeón.



JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA


Ya que el encuentro con Cristo, se precisa, es encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva y cada vez que se repite esta experiencia crece la convicción de que es lo que los demás necesitan

"El encuentro con Jesús cambia la vida, establece un antes y un después que los religiosos sean "hombres y mujeres que aprenden a mirar, a acoger, a acompañar, a hacer espacio al otro en lo que es, porque hemos sido encontrados por el Dios de la Vida para hacernos testigos de su Vida, para hacernos parte de su misión y ser, con Él, caricia de Dios para tantos".

Ya que el encuentro con Cristo, se precisa, es encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva y cada vez que se repite esta experiencia crece la convicción de que es lo que los demás necesitan. Por ello, se señala en el mensaje, "el lema de esta Jornada que celebramos es nueva ocasión de entrar en lo íntimo de uno mismo, para ver qué es lo esencial, lo más importante para nosotros, y qué nos está distrayendo del amor y por tanto nos impide ser felices. El amor de Dios es fiel siempre, no desilusiona, no defrauda".
Resultado de imagen de mensaje de benedicto xvi en 2013 en la jornada de la vida consagrada

Imagen relacionadaHace bien recordar siempre esa hora, ese día clave para cada uno de nosotros en el que nos dimos cuenta, en serio, de que "esto que yo sentía" no eran ganas o atracciones, sino que el Señor esperaba algo más.
Hacer memoria agradecida de aquel encuentro primero es, sin duda, brújula para seguirnos orientando en los sucesivos encuentros que jalonan nuestra historia, para seguir escuchando su llamada siempre nueva al seguimiento, con otros, para anunciar el Reino. Además, la experiencia honda del encuentro con el Señor Jesús, con el Amor de Dios, nos posibilita ser también nosotros artesanos del encuentro. Hombres y mujeres que aprenden a mirar, a acoger, a acompañar, a hacer espacio al otro en lo que es, porque hemos sido encontrados por el Dios de la Vida para hacernos testigos de su Vida, para hacernos parte de su misión y ser, con Él, caricia de Dios para tantos.
Como religiosos y religiosas, estamos invitados a vivir el encuentro con el Amor de Dios, en cada encuentro: en la comunidad, en la tarea apostólica, en la relación con las gentes con las que compartimos la vida... encuentros que se hacen de dar y recibir, de compartir, de construir cotidianamente fraternidad, de situarnos ¡y sabernos! hermanos de cada hombre, de cada mujer, de este mundo y esta Tierra que son expresión del Amor, a veces sufriente, de Dios.
Por eso mismo, estamos llamados a ser testigos del Amor de Dios, a ser posibilitadores para otros en ese camino de encuentro con Él: cuando acompañamos, cuando nuestra vida se teje de servicio y se hace señal que remite a Dios, cuando nuestra existencia se deja afectar y configurar por los pequeños y pobres, por los sufrientes... al modo de Jesús.

 Último mensaje en -2013- del Papa Benedicto XVI a los religiosos en la jornada de la vida consagrada. Es un regalo tan grande que conviene revivirlo.:

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Queridos hermanos y hermanas:
En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lev 12, 1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).


Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35). 
Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en la palabra del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo... Refinará a los levitas... para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (3, 1.3). Claramente aquí no se habla de un niño, y sin embargo esta palabra halla cumplimiento en Jesús, porque «enseguida», gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su «presentación», o de su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2, 13-22; Mc 11, 15-19 y paralelos) y sobre todo hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza. 
Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura, de forma que se refuerza el tema del nuevo sacerdocio: un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2, 18). Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico, cuando Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma [María] una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). La «salvación» que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de la muerte violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo» de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar «su salvación» (cf. 2, 30). 
«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32): así Simeón define al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz, que resuena en el primer y segundo canto del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42, 6; 49, 6), está fuertemente presente en esta liturgia. Que de hecho se ha abierto con una sugestiva procesión en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios. 
Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios. A cada uno, y a vuestros institutos, dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1).
Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).
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