12 noviembre 2016

DOMINGO XXXIII DEL T. ORDINARIO C - 13 DE NOVIEMBRE





El profeta Malaquías nos describe lo que será el Día del Señor, un momento difícil y terrible que los judíos esperaban como final de todo y como principio de muchas cosas. Hoy la lectura del breve texto del Libro de Malaquías –que es nuestra primera lectura—guardia especial concordancia con el evangelio de Lucas que escucharemos después.
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El Salmo 97, que cantamos hoy, es junto al 95, 96, 98 y 99, un himno de un gran sentido escatológico, que anuncia los tiempos finales. Y todo ello con el poder y la salvación proveniente de Dios. Es, pues, este salmo 97 típico y adecuado para estos domingos finales del Tiempo Ordinario. La justicia de Dios llega…


La capacidad de fabulación del ser humano en torno al final del mundo ha existido siempre. Pablo de Tarso en la segunda lectura de hoy, que, como en domingos anteriores, sigue aconsejando a los fieles de Tesalónica, ya advierte a aquellos que allí pasan el tiempo sin trabajar , más ocupados en especular sobre un final que no llega y sin trabajar . Y Pablo es directo y práctico: “el que no trabaje que no coma”, dice. ¿Tendremos que decir nosotros lo mismo ante tanto esotérico que anda suelto por ahí sin trabajar en nada útil?


Jesús acaba de entrar triunfal en Jerusalén y los discípulos se siente maravillados por la belleza del Templo de Jerusalén. En esos momentos, el Maestro profetiza sobre la destrucción total y definitiva de Jerusalén que se iba a producir menos de cuarenta años después de que Jesús expresara su mensaje. Tienen, no obstante, las palabras del Maestro un camino de reflexión hacia lo nuevo, hacia lo que nace tras los tiempos difíciles. Nosotros, hoy, oteamos el Adviento que no es otra cosa que la espera confiada en la llegada del Niño Dios.

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Mirad que llega el día, ardiente como un horno; malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir" (Mal 4, 1). Dios avisa de cuando en cuando a sus hijos los hombres, nos recuerda que todo esto ha de terminar, nos hace caer en la cuenta de que todo pasa, de que vendrá un día en el que caerá el telón de la comedia de esta vida. Día terrible, día de la ira, día de lágrimas, día de fuego vivo. A ve-ces el corazón se nos encoge, nos asustamos ante el recuerdo de que este mundo puede derrumbarse estrepitosamente, al saber el potencial de armas atómicas y químicas que hay almacenado, al conocer que pueden volver los días tristes de una guerra, que nuevamente podemos vivir huyendo, temiendo que un día nos maten como a ratas.
No, Dios no quiere asustarnos. Y mucho menos trata de tenernos a raya con terribles cuentos de miedo, o con narraciones terroríficas de ciencia-ficción. Dios nos habla con lealtad y, como alguien que nos ama entrañablemente, nos avisa del riesgo que corremos si continuamos metidos en el pecado. Sí, los perversos, los empecinados en vivir de espaldas a Dios, los malvados serán la paja seca que devorará el gran incendio del día final.
"Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas...” (Mal 4, 2) No, no se trata de vivir amedrentados, de estar siempre asustados, como alguien que espera de un momento a otro el estallido pavoroso de un artefacto atómico. No, Dios nos quiere serenos, felices, optimistas, llenos de esperanza. Pero esa serenidad, esa paz tiene un precio. El precio de nuestra respuesta generosa y permanente al grande y divino amor. Así los que aman a Dios esperarán el día final con tranquilidad, con calma, con alegría. Con los mismos sentimientos que embargan al hijo que espera la vuelta del padre, con el mismo deseo que la amada espera al amado. Para los que han luchado por amar limpiamente, el fuego final no abrasará, no aniquilará. Ese fuego será calor suave y vivificante, resplandor que ilumine hasta borrar todas las sombras, hasta vencer el miedo de la noche con el alegre fulgor de un día eterno.

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"Él contestó: cuidado con que nadie os engañe..." (Lc 21, 8). Algunos ponderaban, y con razón, la belleza y suntuosidad de las construcciones del templo. Herodes quiso congraciarse con los judíos que le odiaban abierta e intensamente. Por eso no escatimó en gastos ni en tiempo. Quería demostrar lo indemostrable: que él era también un piadoso creyente en Yahveh, aun cuando no era hebreo sino idumeo. Los judíos nunca se lo creyeron aunque si reconocían la magnificencia de este hombre, el afán de asentarse en el trono sin olvidar que para ello era preciso hacer de la religión un recurso político más.
Grandes piedras de corte herodiano, propio de la época de Augusto emperador, preparadas para su colocación. Los apóstoles se quedan asombrados y así lo expresan con toda sencillez delante del Maestro. Pero sus palabras no encontraron eco en el Señor. Él sabe en qué quedará todo aquello dentro de no mucho tiempo. Sólo un montón de ruinas y un tramo de muro descarnado, donde los judíos se lamentarán por siglos. Todavía hoy se escuchan sus letanías dolientes en esos grupos de hebreos que llegan de todos los rincones del mundo, a llorar y verter allí tanto y tanto dolor como ha afligido a su pueblo a lo largo de la Historia.


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El Señor entrevé la caída de Jerusalén, y también recuerda por unos momentos el fin del mundo. Esos momentos finales en los que surgirán falsos profetas y mesías, proclamando ser los portadores de la salvación eterna. Jesús nos pone en guardia a todos. No vayáis tras de ellos, nos dice. No les creáis cuando afirmen que el fin está ya cerca. Habrá guerras y revoluciones, pero todavía no ha llegado el momento. Por eso hay que permanecer serenos, no dejarse llevar por el pánico, tener la confianza puesta en Dios que no nos abandonará en esos terribles momentos.
De todos modos serán circunstancias terribles, situación que si se prolongase demasiado acabaría con todos. Pero por amor de los elegidos, dijo el Señor, aquellos días se acortarán. Por eso hay que guardar la calma y saber esperar. Es cierto que a veces la persecución puede desanimarnos. Sobre todo esa de que habla hoy el Señor, la persecución de nuestros propios seres queridos, la persecución de los nuestros, de esos que creen también en Jesús y predican como nosotros el amor y la comprensión para todos, incluso para los enemigos. Por una causa inconcebible, se volverán contra nosotros, nos mirarán con desprecio disimulado o abierto, nos excluirán, nos silenciarán, nos arrinconarán.


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Hay que reaccionar con serenidad, pensar que Jesucristo ya lo había predicho antes de que ocurriera. Precisamente para que cuando ocurriese permaneciéramos tranquilos, sin responder con la misma moneda de odio y desprecio. El Señor nos defenderá, él nos protegerá y nos librará. Dios no nos olvida. Tan presente nos tiene, que ni un solo cabello de la cabeza caerá sin su beneplácito. Permanezcamos siempre fieles, convencidos que mediante la paciencia ganaremos nuestras almas.


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