
Cristo es el Ungido. Es lo que significa Cristo. Los judíos, tal como nos cuenta nuestra primera lectura de hoy –del Libro Segundo de Samuel--, ungían a sus Reyes en nombre del Señor. David es ungido como rey de Israel ante todo el pueblo y es un antecedente de la realeza de Jesús, el Cristo.
Este salmo 121 era el último que los judíos entonaban en su peregrinación a Jerusalén, cuando la impresionante mole del Templo se hacia visible ante sus ojos. Muestra la alegría desbordante por llegar a la Casa del Señor. Igual tiene que ser para nosotros, hoy. Mostremos nuestra alegría por estar, juntos, en la Casa de Dios.
Las palabras que vanos a escuchar, como segunda lectura, de la Carta del Apóstol San Pablo a los Colosenses, las hemos oído muchas veces, forman parte de un Himno muy bello y muy habitual en la liturgia eucarística y en la de las horas. Nos llevan al Reino del Hijo querido de Dios.
Fragmento del evangelio de Lucas en que se narra la crucifixión del Señor está lleno de símbolos de realeza. Es como si nos quisiera decir que la Cruz es el auténtico trono de Cristo Rey. El rótulo que puso Pilato habla del Rey de los judíos. Y el buen ladrón invoca la misericordia de Jesús para llegar ese mismo día al Reino. Escuchemos con el alma y el corazón en la mano esta lectura que nos muestra la auténtica realeza de Jesús de Nazaret.
Su reino no es de este mundo. No hay cosa que nos haga más daño que el ver que somos objeto de burla o que se ridiculiza lo que nosotros consideramos sagrado. Muchos cristianos tienen hoy día la sensación de ser perseguidos o denostados por el hecho de vivir según unos criterios y unos valores. Jesús sufrió el escarnio y la burla en el momento del tormento de la cruz. Las autoridades hacían muecas, los soldados le ofrecieron vinagre, uno de los crucificados a su lado le insultaba. Incluso habían puesto un letrero para ridiculizarlo: "Jesús Nazareno, rey de los judíos" Utilizamos sus siglas, “para más INRI", para subrayar una situación de ofensa o de humillación. Hubieran preferido que pusiera: "Este ha dicho soy el rey de los judíos". Todo era un espectáculo esperpéntico. Pero, paradójicamente Él era Rey, pero su reino no es de este mundo. ¿Qué querían decir cuando le pidieron por tres veces?: "Sálvate a ti mismo", ¿acaso que hiciera un milagro para bajarse de la cruz, acaso que demostrara su poder o su riqueza, acaso una prueba para demostrar que era el Mesías? Junto a esta humillación lo que más le dolió sin duda a Jesús fue el abandono de los suyos. ¿Cómo debemos responder los cristianos cuando nos sintamos incomprendidos o acusados? Pues con las mismas armas de Jesús: el amor y el perdón. El, simplemente dijo: "Padre perdónales, porque no saben lo que hacen".
“Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Tuvo que ser precisamente un malhechor el que descubriera el reinado de Jesús, tuvo que ser en la cruz.... Algunos no lo reconocieron cuando hacía milagros y él lo reconoció crucificado en un madero. Como dice San Agustín "en su corazón creyó y con la lengua hizo la profesión de fe". Le dijo "Acuérdate de mí, Señor, cuando estés en tu reino". Esperaba su salvación para el futuro y estaba contento con recibirla tras un largo plazo de tiempo. La esperaba para largo, pero el día no se hizo esperar. El Señor le respondió: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. El paraíso que el buen ladrón se imaginaba tenía árboles de felicidad, por eso Jesús le dice: hoy estás conmigo en el árbol de la cruz, hoy estarás conmigo en el árbol de la salvación.
Jesús reina sirviendo a toda la humanidad. Su trono es la cruz, su cetro una caña, su manto es una túnica pequeña de color púrpura, su corona es de espinas. En su reino los últimos son los primeros y los primeros los últimos. Ahora comprendemos por qué hace unas semanas nos decía el evangelio que el reino no vendrá espectacularmente, sino que está dentro de nosotros. Tú puedes ser constructor del reino si trabajas por la paz y la justicia, si eres capaz de servir como Jesús, de perdonar como El, de luchar en favor de la vida y de la fraternidad. Cristo es la cabeza del cuerpo de la Iglesia. Nosotros somos sus miembros. Todos los creyentes, no solo los actuales, sino también los que existieron antes de nosotros y los que han de existir después hasta el fin del mundo pertenecen a su cuerpo, del que Él es la Cabeza. En este "Cristo total" todos los bautizados asumimos la misión y el destino de Cristo: hacer posible ya aquí la realidad del reino y esperar con confianza que un día resucitaremos con El.

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