21 enero 2017

DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO A 22 DE ENERO


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La profecía de Isaías que escucharemos como primera lectura incluye el oráculo en el que se decía –y el pueblo de Israel estaba convencido— como y donde se iniciaría la andadura del Mesías, que iba a ser luz que ilumina el mundo. El pasaje, además, tiene resonancias navideñas, del tiempo de la Epifanía.


Este salmo 26 es de los que cantaban los peregrinos al ver a lo lejos la ciudad de Jerusalén. Expresan los sentimientos de dicha y esperanza cumplida por haber llegado a la Ciudad Santa, donde habita el Señor Dios que ayuda a los que confían en Él. Para nosotros puede –y debe—significar un ejercicio pleno de confianza en el Padre Bueno que nos acompaña en nuestro camino.


En la segunda lectura Pablo de Tarso pone el dedo en la llaga sobre las divisiones de los fieles que seguimos viviendo y sufriendo. Son los personalismos de los fieles de Corinto los que explica San Pablo en su carta, pero que son perfectamente aplicables a nuestros tiempos.


San Mateo, en el evangelio, alude al cumplimiento de la profecía de Isaías, que hemos oído como primera lectura, cuando Jesús se instala en Cafarnaún y comienza su predicación en Galilea. Y es también para nosotros el inicio regular de la lectura del texto de Mateo que seguirá durante todo este año litúrgico, dentro del ciclo A.

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Isaías recuerda las humillaciones que padeció el pueblo, las derrotas, los momentos difíciles de una guerra perdida de antemano. Los territorios de Zabulón y Neftalí sufrieron frecuentes incursiones de los pueblos del Norte. Fueron desterrados, despojados de sus bienes, condenados a vivir en tierras extrañas, en medio de sus propios enemigos.
Pero Yahvé los volvería a mirar con amor, se olvidaría de sus delitos, les perdonaría sus pecados y los reintegraría a su patria. Y de nuevo amanecieron días llenos de paz, días sin temores, días serenos y tranquilos. Y todo porque Dios no quiere castigarnos sin fin. Y mientras vivimos ensaya mil formas para atraernos, para hacernos caer en la cuenta de su gran amor por nosotros. Cuando le volvemos la espalda, nos hace ver lo triste que es nuestra vida sin Él. Y al vernos llorar nos perdona, nos limpia las lágrimas y nos anima a volver otra vez junto a él, a empezar de nuevo como si nada hubiera ocurrido.

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La alegría, el gozo. Los dones más preciosos que Dios puede hacer al hombre. El sentirse contento, el vivir sin agobios, sin miedo. Vivir alegres, tener ganas de cantar, estar ilusionados con lo que nos rodea, mirar con esperanza y optimismo al futuro, no acobardarse por nada, afrontar con fortaleza y serenidad la vida, por difícil o penosa que sea.
Gozo del que recoge el abundante fruto de su trabajo, alegría del que siega su propia siembra ya granada, júbilo del que se reparte el botín ganado tras una dura batalla... Señor, muchas veces estamos tristes, andamos preocupados, agobiados por el peso de la vida. Repite una vez más el milagro de convertir nuestra tristeza en alegría, danos vivir seriamente nuestra fe, inyecta tu fuerza en nuestra debilidad. Acrecienta en nosotros la alegría, auméntanos el gozo.

Juan Bautista terminó sus días en la cárcel. Aquella antorcha viva que anunció la llegada de la Luz, se extinguió en la tierra, para lucir luego con más esplendor allá en el Cielo. Desde entonces su nombre quedaría esculpido como modelo de fidelidad a su propia misión, como reclamo y llamada para todos los que tenemos la excelsa misión de ser testigos de Cristo a lo largo de toda la Historia. Su misión fue, en efecto, cumplida con toda exactitud. La Luz irrumpió en las regiones ensombrecidas por los errores del paganismo, pueblos que Isaías contemplaba envueltos en las tinieblas de la muerte. De forma paulatina, pero inexorable, la claridad gozosa del Evangelio comenzó su avance por aquellos pueblecitos de Galilea, donde como un incendio en el bosque, se propagaría el fuego que Cristo había traído a la tierra.
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Metidos en aquellos parajes tan bucólicos, caminemos junto al Maestro, el atrayente Rabí de Nazaret, para escuchar sus palabras, para contemplar enamorados su figura y sus gestos, deseosos de empaparnos de su espíritu, anhelantes de serle fieles hasta la muerte, como el Bautista lo fue. Hacer carne de nuestra carne su doctrina, vida de nuestra vida su propia vida.
Hoy vemos a Pedro y Andrés su hermano que pescan cerca de la orilla del lago. La red dibuja círculos sobre el agua y barre repetidamente el fondo. Jesús pasa cerca y les dice que le sigan y los hará pescadores de hombres. Ellos no lo dudaron ni un instante. La palabra persuasiva del Maestro encontró eco en el corazón sencillo de aquellos rudos pescadores. Luego serán Juan y Santiago. También ellos estaban trabajando cuando Jesús los llamó y también ellos respondieron con prontitud y generosidad. De ese modo iniciaron la más bella y audaz aventura que jamás pudieron soñar. Nunca olvidarían aquel encuentro, nunca abandonarían el camino emprendido en aquellos momentos. Camino de luchas y renuncias, pero camino también de luz y de gloria.
También ahora Jesús pasa a nuestro lado. Nos ve quizá enfrascados en nuestra tarea diaria, ensimismados en nuestro trabajo. Nos mira como miró a Pedro y nos dice que le sigamos, que quiere hacernos pescadores de hombres, que quiere encendernos para que seamos anunciadores de la Luz, antorchas vivas que alumbran las sombras de muerte en que yace el mundo. Las barcas y las redes, nuestros pequeños ídolos nos retraen quizá, lo mismo que les ocurriría quizás a los primeros discípulos. Pero como ellos hemos de mirar hacia delante y no hacia atrás, fijarnos en la Luz que está al fin del camino y ser valientes para recorrerlo.

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