
En la primera lectura, del capítulo 49 del Libro de Isaías, escucharemos la profecía del Siervo de Yahvé. Y ella se cumplirá en Cristo, humilde y pacífico, que asume la misión redentora de ser “Luz de las naciones”.
Interesante, desde el punto de vista histórico, este Salmo 39. El salmista se pronuncia contra los ritos de la religión oficial y aboga por un culto más del espíritu y de la bondad para con todos. Tiene, pues, muchas conexiones con lo que más tarde diría San Pablo y el cristianismo.
Iniciamos, como segunda lectura, la Carta primera de San Pablo a los Corintios, que leeremos durante varios domingos más. En ella, el Apóstol saluda, con gran sentido profético a todos los bautizados, a los de su tiempo y a los del futuro, a los de todos los tiempos, porque todos hemos sido salvados por Cristo, sin importar el lugar y la época.
El Evangelio de Juan, sobre el bautismo de Jesús, nos muestra como San Juan, el Bautista, da la gran buena noticia de la llegada del Hijo de Dios. Refleja este texto el testimonio fundamental del Precursor, surgido de la comunicación del Espíritu Santo: Nos anuncia, pues, la llegada ungido por el Espíritu, del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y este texto de San Juan, de hoy, enlaza con el de San Mateo que leímos el domingo pasado, en la Fiesta del Bautismo del Señor. Es el principio de la vida pública del Señor, el inicio del camino de la salvación del género humano.
Reiniciamos de nuevo el año litúrgico con un evangelio que está en continuidad con la última fiesta del Bautismo de Jesús. Aparece Juan Bautista dando testimonio del Señor y señalándolo como el Mesías de Dios, como el Predilecto del Padre. Para el evangelio, la fe es ante todo experiencia viva y testimonio de esa experiencia, antes que doctrina o que dogmas o ritos o moral. Juan Bautista insiste en que él ha visto al Mesías y que de eso da fe. Desgraciadamente, muchos cristianos no han hecho esa experiencia de Cristo, no han “visto” al Señor, y sin “ver” es muy difícil hablar ni convencer a nadie. La crisis religiosa que vivimos hoy tiene mucho que ver con esta falta de “testigos” vivos del Evangelio. Y por eso, entre otros muchos factores, mucha gente ha dejado de creer en la Iglesia. Hay muchos cristianos bautizados, pero muy pocos convencidos y convertidos, muy pocos que hayan tenido experiencia de Jesucristo. Más que nunca hoy necesitamos ser “testigos” de Cristo, contagiar el amor que ha transformado nuestras vidas. Es fundamental formar comunidades cristianas acogedoras donde sea posible vivir experiencias profundas de oración, de meditación de la Palabra de Dios, que estén cerca de los pobres, que vivan de verdad la Eucaristía. Que puedan decir de nosotros: he ahí un cristiano al que se le nota que Cristo está en su vida, porque irradia su amor, su paz, su alegría, su bondad.
No habla el evangelio de hoy del pecado de cada ser humano sino del pecado del mundo. Jesús, figura de “el siervo” en la primera lectura, se hace “luz de las naciones” para que la salvación que Él trae y que Él mismo es, llegue a todos los rincones de la tierra. Al quitar el pecado del mundo nos libera de la fuerza de la fatalidad, desdramatiza la historia humana. ¿Qué es este pecado del mundo? Este pecado justifica estructuras que hacen perdurable y eficaz la realidad del mal. En el mundo hay una realidad que llamamos mal y que va más allá de lo que cada uno de nosotros hacemos. Sin embargo, es el resultado del egoísmo humano y de la ausencia de fraternidad. Pero el cristianismo dice que el mal no forma parte ni del proyecto creador, ni del ser de las cosas, ni de una especie de fatalidad con la que hubiera que pactar. Que Jesús sea quien quita el pecado del mundo quiere decir que nunca hay nada definitivamente perdido… que todo puede ser salvado, que tiene sentido nuestro esfuerzo por recuperarnos, por responsabilizarnos ante la acción del mal que daña al inocente. Este es el regalo de Jesús, su misión. Alguien espera, necesita que también sea la nuestra.


No hay comentarios:
Publicar un comentario