05 enero 2017

SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR - 6 DE ENERO

SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR - 6 DE ENERO


La Epifanía es una de las fiestas litúrgicas más antiguas, más aún que la misma Navidad. Comenzó a celebrarse en Oriente en el siglo III y en Occidente se la adoptó en el curso del IV. Epifanía, voz griega que a veces se ha usado como nombre de persona, significa "manifestación", pues el Señor se reveló a los paganos en la persona de los magos.
Tres misterios se han solido celebrar en esta sola fiesta, por ser tradición antiquísima que sucedieron en una misma fecha aunque no en un mismo año; estos acontecimientos salvíficos son la adoración de los magos, el bautismo de Cristo por Juan y el primer milagro que Jesucristo, por intercesión de su madre, realizó en las bodas de Caná y que, como lo señala el evangelista Juan, fue motivo de que los discípulos creyeran en su Maestro como Dios.
Para los occidentales, que, como queda dicho más arriba, aceptaron la fiesta alrededor del año 400, la Epifanía es popularmente el día de los reyes magos. En la antífona de entrada de la misa correspondiente a esta solemnidad se canta: "Ya viene el Señor del universo. en sus manos está la realeza, el poder y el imperio". El verdadero rey que debemos contemplar en esta festividad es el pequeño Jesús. Las oraciones litúrgicas se refieren a la estrella que condujo a los magos junto al Niño Divino, al que buscaban para adorarlo.
Precisamente en esta adoración han visto los santos padres la aceptación de la divinidad de Jesucristo por parte de los pueblos paganos. Los magos supieron utilizar sus conocimientos-en su caso, la astronomía de su tiempo- para descubrir al Salvador, prometido por medio de Israel, a todos los hombres.


 El sagrado misterio de la Epifanía está referido en el evangelio de san Mateo. Al llegar los magos a Jerusalén, éstos preguntaron en la corte el paradero del "Rey de los judíos". Los maestros de la ley supieron informarles que el Mesías del Señor debía nacer en Belén, la pequeña ciudad natal de David; sin embargo fueron incapaces de ir a adorarlo junto con los extranjeros. Los magos, llegados al lugar donde estaban el niño con María su madre, ofrecieron oro, incienso y mirra, sustancias preciosas en las que la tradición ha querido ver el reconocimiento implícito de la realeza mesiánica de Cristo (oro), de su divinidad (incienso) y de su humanidad (mirra).


A Melchor, Gaspar y Baltasar -nombres que les ha atribuido la leyenda, considerándolos tres por ser triple el don presentado, según el texto evangélico -puede llamárselos adecuadamente peregrinos de la estrella. Los orientales llamaban magos a sus doctores; en lengua persa, mago significa "sacerdote". La tradición, más tarde, ha dado a estos personajes el título de reyes, como buscando destacar más aún la solemnidad del episodio que, en sí mismo, es humilde y sencillo. Esta atribución de realeza a los visitantes ha sido apoyada ocasionalmente en numerosos pasajes de la Escritura que describen el homenaje que el Mesías de Israel recibe por parte de los reyes extranjeros.
La Epifanía, como lo expresa la liturgia, anticipa nuestra participación en la gloria de la inmortalidad de Cristo manifestada en una naturaleza mortal como la nuestra. Es, pues, una fiesta de esperanza que prolonga la luz de Navidad.
Esta solemnidad debería ser muy especialmente observada por los pueblos que, como el nuestro, no pertenecen a Israel según la sangre. En los tiempos antiguos, sólo los profetas, inspirados por Dios mismo, llegaron a vislumbrar el estupendo designio del Señor: salvar a la humanidad entera, y no exclusivamente al pueblo elegido.
Con conciencia siempre creciente de la misericordia del Señor, construyamos desde hoy nuestra espiritualidad personal y comunitaria en la tolerancia y la comprensión de los que son distintos en su conducta religiosa, o proceden de pueblos y culturas diferentes a los nuestros.
Sólo Dios salva: las actitudes y los valores humanos, la raza, la lengua, las costumbres, participan de este don redentor si se adecuan a la voluntad redentora de Dios, "nunca" por méritos propios. Las diversas culturas están llamadas a encarnar el evangelio de Cristo, según su genio propio, no a sustituirlo, pues es único, original y eterno.



 El signo que muestran las lecturas de hoy es el de la luz. El profeta Isaías no deja de gritar, anunciando un amanecer luminoso, a ese pueblo que, como nosotros, siente la oscuridad de la condición humana; y les hace ver que la claridad se extiende a todo el universo.
El salmo 71 fue compuesto en su origen para festejar a un gran rey de Israel, pero con el tiempo se le fue dando un sentido de profecía mesiánica que es como lo interpretamos nosotros hoy en este día de la Epifanía del Señor.


Todos los hombres serán adoradores de un mismo Dios, nos dice la segunda lectura. San Pablo en su Carta a los Efesios habla de la revelación del Espíritu Y es ya hora de que, unidos, nos sentemos a la misma mesa y compartamos el mismo pan. Pues, sólo así, la comunidad cristiana iniciará una vida nueva a través de los sacramentos; siendo en todo momento testimonio de la Epifanía de Cristo.
La manifestación de Dios a los hombres sabios y lejanos es lo que nos cuenta Mateo en el Evangelio. Y el asombro de quienes no quisieron ver al Señor en Belén se hace manifiesto cuando los Magos preguntan por Él. Ojalá, nosotros veamos también la estrella, nuestra estrella, la que nos conduce directamente a cumplir nuestra misión como cristianos.

En la segunda lectura vuelve a la palestra de la Liturgia de la Palabra el profeta Isaías: "Vienen todos los de Sabá, trayendo incienso y oro..." (Is 60, 6). El profeta canta lleno de alegría y exhorta a Jerusalén que también se llene de gozo. Contempla como la luz hace retroceder a las tinieblas. Como el Bien vence al Mal y se inicia la salvación de los hombres que sólo Dios puede otorgarnos. Vislumbra extasiado como el Dios de los cielos nace en la tierra. El nuevo y definitivo Rey de Israel, el Hijo de David anunciado como redentor nace y con él la esperanza, la alegría y la paz.
Y como a Salomón, el otro hijo de David, vienen desde las tierras del sur y de este, de Sabá y de Madián, a festejar su grandeza, a rendirle pleitesía. Para ello llegan cargados de dones: oro, incienso y mirra. Elementos valiosos y altamente significativos. Expresión de su amor y de su fe. Ratificación de sus sentimientos mediante la entrega de algo de sí mismos, de un don que pruebe la autenticidad de su reconocimiento y admiración.



Hoy es el día en que conmemoramos, revivimos, el momento en el que Dios se manifiesta a los gentiles, es decir, cuando el Señor abre las puertas de su Reino a todos los hombres, sean o no hebreos, pertenezcan o no al pueblo judío, el elegido en primer lugar. Hasta que Cristo nace los que no fueran descendientes de Abrahán no podían entrar en el Reino de Dios. Eran los gentiles, gente impura cuya cercanía manchaba hasta el punto de que no se podía entrar en sus casas sin quedar impuros ante Dios.
Todo aquello desaparece y el Señor destruye sus fronteras. Con el nacimiento de Cristo una nueva estrella se enciende en lo alto de los cielos, su luz brilla con claridad y fuerza, es un signo visible del amor de Dios, de su llamada insistente y persuasiva para que cada uno siga el camino marcado por la luz de la fe en Cristo, un camino distinto para cada uno, pero igual para todos ya que a todos nos llama Dios a ser santos.

Los Magos "...se marcharon a su tierra por otro camino" (Mt 2, 12). Así también nosotros, hemos de abandonar los caminos peligrosos y andar por el único posible: Jesucristo. Yo soy el Camino, dijo bien claro. Así lo hicieron y Dios premió su constancia y abnegación, su firme fe y su acendrada esperanza. Aquella estrella tenía un brillo especial, les llamó la atención desde el primer momento quizá. Por otra parte había un clima de expectación, de una parte y de otra se oía decir que vendría un Salvador. Además la situación en muchos lugares de la tierra era cada vez más penosa, los anhelos de salvación eran profundos. Por eso no era extraño que Dios se apiadara y enviase al Mesías esperado.
Aquellos hombres vinieron por un camino y se marcharon por otro, vinieron con la ansiedad de quien busca y se marcharon con el gozo del que ha encontrado lo que tanto buscaban. El camino de ida era incierto y penoso, el de vuelta seguro y alegre... La estrella sigue brillando, "se han abierto los caminos divinos de la tierra", repetía San Josemaría. Pero es preciso recorrerlos, encontrar a Cristo para seguir caminando con seguridad, con esperanza, con alegría y paz.



No hay comentarios:

Publicar un comentario