EL DOMINGO DE LA LUZ
En la primera lectura el Profeta Isaías avanza el futuro mensaje de Cristo. Ser luz del mundo es compartir con los hermanos, no oprimir, no perseguir. Siendo así, lo dice el profeta, Dios estará con nosotros. Es una gran promesa.
Es como un reflejo del primer salmo de Salterio. Este salmo 111 se parece mucho al primero y es, en definitiva, un himno de alegría y gozo que describe la felicidad de los que aman al Señor.
San Pablo, en la segunda lectura que corresponde a su primera carta dirigida a los fieles de Corinto, condensa su doctrina sobre que Dios actúa por medio de nuestra debilidad y que el poder de la fe, sin duda, hace milagros.
El Evangelio de San Mateo nos dice que por mandato de Cristo todos los discípulos tienen una misión primordial y universal, dar sentido a la vida de todos mediante el amor y las buenas obras. Hemos de ser luz del mundo.
Voces del Antiguo Testamento, voces que sonaron hace más de dos mil años, voces que vienen de Dios aunque salgan por boca de hombres, voces que repiten con insistencia y sin cansancio, aunque sea siempre lo mismo: hay que partir el pan con el que tiene hambre, hay que pensar en los que no tienen lo que nosotros tenemos, hay que vestir al desnudo, hay que dar y darse uno mismo.
Dar y darse. Para eso tenemos todo cuanto de Dios, de una manera o de otra, hemos recibido a lo largo de nuestra vida. Es cierto que la Ley divina no va contra el derecho de propiedad, pero también es cierto que toda riqueza que se cierra en sí misma no es cristiana. En la ley de Dios no cabe el egoísmo, no cabe el que todo lo guarda para sí, el que no abre su corazón y su cartera a las necesidades de los demás hombres. Si actuamos así no somos cristianos, si no miramos hacia los demás, tampoco Dios nos mirará a nosotros.
No nos engañemos. Es imposible ser hijo de Dios y no querer como hermanos a todos los hombres. Ni el Bautismo, ni la Penitencia, ni la misma Eucaristía nos servirán para algo, mientras que no abramos de par en par el corazón a nuestro prójimo. No sólo no nos sirve para nuestro bien, sino que al recibir con malas disposiciones esos sacramentos, nos sirven para nuestro mal. Porque el que come el Cuerpo de Cristo indignamente, se traga su propia condenación.
Y no debemos olvidar que el amar está sobre todo en el dar. Y dar no sólo pan. Porque no sólo de pan vive el hombre. Hay que dar también otras cosas. Hay que dar nuestro tiempo, hay que dar nuestras buenas palabras, hay que dar nuestra sonrisa. Y sobre todo hay que dar nuestra comprensión. Colocarse en la posición del otro, sentir como él siente, ver las cosas como él las ve. Juzgar como se juzga a un ser querido, con benevolencia, saber disculpar, disimular, callar... Desterrar la maledicencia, la lengua desatada que corre a su capricho, sin respetar la buena fama del prójimo... No nos engañemos. O queremos de verdad a todos, o Dios nos despreciará por hipócritas y fariseos.
LUZ DEL MUNDO.- La palabra de Jesús es sencilla. Sus comparaciones brotan de la vida ordinaria, de la vida doméstica podríamos decir. Por otra parte, sus metáforas tienen muchas veces sus raíces en el Antiguo Testamento. Cristo toma en sus manos la antorcha de los viejos profetas y la levanta hasta iluminar a todos los hombres, usa sus palabras recias y vibrantes para renovar e incendiar a la tierra entera. El fuego y la luz constituyen, precisamente, la imagen principal del pasaje evangélico que contemplamos. Vosotros sois la luz del mundo, dice el Maestro a sus discípulos y a la muchedumbre que le rodea, también a nosotros. Una luz encendida que se pone sobre el candelero, una vida cuajada de buenas obras que sea un ejemplo que arrastre y empuje a los hombres hacia el bien, hacia Dios.
Luz de luz, dice san Juan en el prólogo de su evangelio, refiriéndose al Verbo, a la Palabra, al Hijo de Dios. Luz verdadera que ilumina a todo hombre. El mismo Jesús proclamará ante todos los judíos: Yo soy la luz del mundo. El que me sigue, añade, no andará en tinieblas, sino que habrá pasado de la muerte a la vida... Las tinieblas como símbolo de la muerte, la luz como expresión gozosa de la vida. Por eso al Infierno se le llama el abismo de las tinieblas, mientras que el Cielo es la mansión de la luz, la región iluminada no por el sol sino por el mismo Dios, luz esplendente que sólo los bienaventurados pueden llegar a contemplar, extasiados y felices para siempre.
Es una luz que se transmite a cuantos han llegado a la vida eterna y de la que también participan los justos en la tierra, aunque de forma diversa. Así Santa María, la criatura más perfecta que salió de las manos de Dios, es contemplada por el vidente de Patmos, como la mujer revestida con el sol, coronada de estrellas, emergiendo fulgurante en el azul profundo del ancho cielo, con la luna bajo sus pies. Los demás bienaventurados lucirán, dice la Escritura, como antorchas en el cielo... Aquí, en la tierra, esa luz divina irradia también en quienes creen y aman a Cristo. Por eso san Pablo recuerda a los cristianos que son luminarias que lucen en medio de esta oscura tierra. Focos luminosos que iluminan lo bueno de este mundo malo. Desde el Bautismo, cuando se nos entregó un cirio encendido, el cristiano es un hijo de la luz, un hombre iluminado que ha de encender y caldear cuanto le rodea, perpetuando así la presencia del que es Luz de todas las gentes, Jesucristo nuestro Señor.



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