18 febrero 2017

DOMINGO VII DEL T. ORDINARIO CICLO A - 19 DE FEBRERO



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La primera lectura procede del capítulo 19 del Libro del Levítico. Y nos muestra que ya Dios, nuestro Padre, encarga a su siervo Moisés que enseñe a cada miembro del pueblo elegido que tiene que amar al prójimo como a sí mismo. En realidad la enseñanza de Dios ha sido siempre la misma. Pero el pueblo judío olvidó la enseñanza divina y tuvo que venir Jesús a dar plenitud al mensaje del Padre de todos.
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El salmo 102 esta atribuido a David y tiene un mensaje casi idéntico al conocido salmo 50, al “Miserere”. Es, en definitiva, un himno de alabanza que recorre toda la historia de Israel señalando que todos los bienes proceden del Señor. Para nosotros mismos, hoy, debe ser una oración de agradecimiento por todo lo que somos y recibimos.

Pablo de Tarso, en la segunda lectura, donde continuamos leyendo la primera Carta a los Corintios, marca la esencia predicadora y evangelizadora del cristiano. Y que no es otra cosa que la unidad de Dios Padre con Jesús y, al mismo tiempo, nuestra unidad total con la Trinidad Santa mediante el Espíritu. Es un párrafo muy importante que deberíamos leer varias veces y hacerle sitio en nuestros corazones.
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El evangelio de Mateo sigue narrándonos las enseñanzas de Jesús de Nazaret en el Sermón de la Montaña. Y hoy expresa el máximo del amor, la plenitud del amor cristiano que rompe hasta lo razonable: nos pide que amemos a nuestros enemigos. Pero sucede que para Jesús no puede haber amores a medias, amores de conveniencia. El amor ha de romperlo todo y construirlo de nuevo si hubiera desaparecido.

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¿Amar al que nos odia? En las civilizaciones mesopotámicas se estableció la Ley del Talión para evitar venganzas desmedidas. La venganza sería proporcional al daño recibido. La prohibición del odio es un primer paso para el mandamiento del amor. Un segundo paso es la preocupación por los más cercanos, que excluye la indiferencia y se manifiesta en la corrección. A veces uno está obligado a corregir a los otros por su ministerio público, como es el caso de los profetas, otras por su status en la familia o en la tribu. Con la prohibición de la venganza se mitiga la "ley del talión", por lo menos dentro del ámbito del propio pueblo y de los parientes. Amor y perdón, dos palabras claves en el mensaje de las lecturas de este domingo. Fáciles de pronunciar, pero difíciles de practicar. Amar a los que nos aman puede ser interesado. El mérito está en amar a aquél que no nos puede devolver el amor, e incluso a aquél que nos odia. El Levítico advierte al pueblo para que deje a un lado el odio, el rencor y la venganza. Llega incluso a decir que cada uno debe “amar al prójimo como a uno mismo”. Jesús no sólo habla de amor al prójimo, también de amor al enemigo. ¿Cómo voy a amar a quien me hace daño? ¿Pide Jesús algo imposible de practicar?

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Jesús perdonó en la cruz. ¿Por qué perdonar a nuestros enemigos? Porque Dios es el primero que nos perdona a nosotros, porque, como proclamamos en el salmo, “el Señor es compasivo y misericordioso”. Él no nos trata como merecen nuestros pecados y derrama raudales de misericordia con nosotros. A mi recuerdo viene aquella anécdota en la que un niño, intrigado por las palabras de su catequista que le decía que Dios con su providencia infinita está siempre despierto velando por nosotros, le preguntó a Dios si no se aburría teniendo que estar todo el tiempo despierto. Dios le contestó al niño con estas palabras: “no me aburro, me paso el día perdonando”. Contrasta la “ternura” de Dios con aquella imagen de Dios “eternamente enojado”, que me parece muy poco acorde con el Evangelio. ¿Cómo puedo llegar a amar a un enemigo? Miremos a Jesús en la cruz. Dijo "Perdónalos porque no saben lo que hacen". Estas palabras sólo se pueden pronunciar cuando se ve algo distinto de un populacho excitado sádicamente. Sólo lo puede decir cuando en todos los que rodean su cruz ve hijos pródigos y equivocados. El amor al prójimo no reside en un acto de la voluntad, con el que intento reprimir todos mis sentimientos de odio, sino que se basa en una gracia: en que se me dan unos nuevos ojos para ver al prójimo.

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Amor gratuito. Es la mirada de amor la que puede transformar el corazón de piedra del agresor. No cabe duda de que la violencia engendra violencia y esta rueda sólo se puede parar con la fuerza del amor. Hay un lado “provocador” en las palabras de Jesús en el Sermón del Monte: poned la otra mejilla, rezad por los que os persiguen, amad al enemigo, no juzguéis y no seréis juzgados. El amor puede hacer que el enemigo deje de ser enemigo y se convierta en un hermano, que reconozca su mal y trate de repararlo, que cambie de forma de pensar y de actuar. Es el amor: a diferencia de la justicia, y más allá de la justicia, el amor es por esencia gratuito y no responde a ningún derecho. No consiste, pues, en un intercambio: esto por aquello. Pues el amor sólo puede revelarse sin equívocos cuando es amor al enemigo, ya que nada cabe esperar del enemigo. Esto no quiere decir, claro está, que el amor consiste sólo en amar a los enemigos; pero sí quiere decir que el verdadero amor se manifiesta en el caso extremo de amar a los enemigos.
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Perdonar como Dios nos perdona. El amor al enemigo es un amor que acaba con el enemigo, pero no con el hombre. Es la única fuerza que puede batirse cuerpo a cuerpo con el odio. Frente al enemigo se pueden adoptar varias actitudes: suponer que no es enemigo, imaginar que aquí no ha pasado nada y no tomarlo en cuenta, en cuyo cosa todo seguirá igual; o enfrentarse al enemigo y responder a su agresión con las mismas armas, oponiendo odio al odio, en cuyo caso siempre vencerá el odio y caeremos en la espiral de la violencia; o, finalmente, y ésta es la actitud que nos pide Jesús, amar al enemigo y hacer bien a los que nos odian, conscientes de que el mejor bien que podemos hacer al enemigo es despojarlo de sus armas para ganarlo como hombre. Al rezar hoy el Padrenuestro no seamos hipócritas. Seamos sinceros al decir “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Seamos comprensivos y compasivos como lo es Dios con nosotros. Sólo así nos daremos cuenta de que lo que parece imposible es posible.

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