25 febrero 2017

DOMINGO VIII DEL T. ORDINARIO CICLO A - 26 DE FEBRERO

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Es brevísimo el texto del Profeta Isaías que vamos a escuchar a continuación. Contiene poco más de un par de líneas del capítulo 49 de su libro. Pero son más que suficientes. Nos dice que Dios no nos olvidará nunca y concuerdan, dentro del lenguaje del amor, con el Evangelio de hoy.

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El Salmo 61 nos muestra como el salmista ha construido una plegaria de uso personal. Y expresa que Dios es la esperanza del pobre, aunque el mundo lo desprecie y lo humille. Descubre, además, que la zozobra y la angustia serán fácilmente vencidas por aquel que en Dios confía. La llegada del Dios Salvador marcará el inicio de nuestra felicidad.


Terminamos hoy los domingos en que hemos leído fragmentos de la Primera Carta del Apóstol San Pablo a los Corintios. El Apóstol nos dice algo fundamental: que nosotros, como él, hemos conocido la salvación única y total que nos ofrece el Señor Jesús. Y que hemos de transmitir ese conocimiento a los demás para entregarles una sabiduría salvadora que sólo pertenece a Nuestro Señor Jesucristo.

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El fragmento del capítulo sexto del evangelista Mateo, que vamos a escuchar, es uno de los más bellos de toda la Escritura. Jesús de Nazaret nos enseña a poner toda nuestra confianza en Dios como hacen los lirios salvajes, o los pájaros del campo. Dios les da vestido y comida para subsistir. Nos da, pues, una receta infalible para destruir la angustia: solo pensar en el día de hoy porque, evidentemente, “cada día tiene su afán".

Isaías recoge las quejas del pueblo. Quejas que quizá se hayan también esbozado en nuestro interior. Palabras doloridas que brotan de un corazón herido por la angustia y envuelto en la soledad. Quebranto de quien se ha visto cerca de Dios, y de pronto se ve lejos, abandonado, perdido, solo. Noche oscura del alma que no tenía otra cosa que a Dios, y que por la causa que sea se ve sin Él, desnuda y desamparada, sin tener dónde agarrarse, sin encontrar apoyo que la sostenga en su caminar vacilante.

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"Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado". No es verdad. Él no nos olvida. Él sólo permite que nosotros, libremente, nos alejemos y le olvidemos. Entonces, cuando uno se da cuenta de la gran equivocación, cuando uno percibe lo que significa estar sin Dios, entonces viene la zozobra y la angustia, el escozor de la peor soledad que pueda afligir al hombre. Y al no encontrar ni paz ni sosiego en nada ni en nadie, el hombre vuelve sobre sus pasos y acude de nuevo a Dios, a quien se queja dolorido y humillado.
Isaías contempla la reacción divina, escucha asombrado esas palabras que revelan en parte la inabarcable grandeza de la misericordia divina. ¿Puede una madre olvidarse de su hijito?, pregunta Dios enternecido. Pues aunque todas las madres se olvidaran de sus pequeñuelos --hipótesis absurda--, Dios no se olvidaría de ti, ni de mí. Toda la carga de amor, toda la dulzura, todo el cariño de cuantas madres han existido y existirán, todo el cúmulo afectivo de la maternidad es algo nimio en comparación con el amor de Dios. Él sólo está esperando que le llamemos para acudir corriendo a nuestro lado. Él sólo necesita que le pidamos perdón para perdonarnos inmediatamente.
Parece imposible que el Señor se comporte así con nosotros. Pero más imposible parece que nosotros, siendo las cosas de este modo, no quedemos transidos de amor por Dios, atados para siempre a su inmenso cariño. Todo se explica porque Dios es Dios, y también porque el hombre es hombre. De todas formas, ese perdón y ternura maternal de Dios ha de removernos profundamente y empujarnos a serle cada día más fieles.

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En más de una ocasión expresa Cristo las condiciones tajantes que suponen su seguimiento. Sus exigencias están en la misma línea de amor exclusivo que exigía Yahvé en el Antiguo Testamento a su pueblo. No hay más que un solo Dios y Señor. El politeísmo de los pueblos vecinos era inadmisible para la religión yahvista. Jesús continúa esa revelación veterotestamentaria, viene a darle cumplimiento. Por eso insiste en que o se está con Él, o se está contra Él. Hay que decidirse.

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Aquí nos habla el Señor del servicio al dinero. Podría parecer que son pocos los que realmente sirven al dinero, y que sucede lo contrario, es decir, que nosotros nos servimos del dinero y no le servimos a él. No obstante, cuando se pone al dinero en primer plano, se acaba por vivir sólo para ganar dinero, sin que nunca sea suficiente por mucho que se gane. Entonces se comienzan a sacrificar cosas al dinero: el tiempo, los sentimientos, la familia, uno mismo.
Jesús nos pone en guardia para que no caigamos en semejante aberración. El dinero tiene sólo una importancia relativa. Por encima de él se han de poner los valores del espíritu, la amistad, la honradez, la conciencia, el amor en sus múltiples manifestaciones, Dios en definitiva. Sólo así alcanzaremos la paz y la felicidad.
Hay que trabajar por supuesto, tratar de obtener cuanto necesitamos para llevar una vida digna. Pero siempre eso será un medio y no un fin. Por otra parte, hemos de vivir seguros de que Dios existe y que nos ama, que puede ayudarnos y nos está continuamente ayudando. Vivir confiados en la providencia divina, siempre ocupados pero nunca preocupados. Luchando con toda el alma, pero sin perder jamás la calma.

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