15 julio 2017

DOMINGO XV DEL T. ORDINARIO A 16 DE JULIO

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COMO LA LLUVIA.- Lluvia deseada que humedece la tierra seca, haciendo posible la esperanza de una nueva primavera. Lluvia que baja del cielo limpiando el aire y la tierra, barriendo el polvo que ensució el ambiente, manchándolo hasta el punto de no poder respirar. Lluvia que corre por los mil canales que riegan la tierra pobre de los hombres. Lluvia que llena los cacharros, grandes y pequeños, donde guardamos el agua que nos mantiene con vida, la que nos da energía para iluminar nuestras oscuras noches, para calentar nuestros hogares, para llenarlos de música y de palabras, de imágenes vivas...

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Aguas tempestuosas, aguas temidas, aguas que se desbordan, que arrastran con ímpetu imparable cuanto se les pone por delante. Aguas que saben de tragedia, de vidas tronchadas, de cuerpos muertos que flotan junto con mil cosas íntimas. Aguas que se tragan tantas vidas, aguas que absorben furiosas, aguas que crispan las manos que se hunden sin posibilidad de agarrarse a nada. Aguas que pudren la sementera, que se llevan de un solo golpe la ilusión de todo el año, o de la vida entera.
"Así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía..." (Is 55, 11) Así es la palabra de tu boca. Agua que baja del cielo con una potencialidad concreta, con una fuerza determinada, con una misión que cumplir. Unas veces será agua buena que salva y da vida, otras agua fatídica que condena y mata. Sea lo que fuere tu agua, Señor, tu palabra no se quedará baldía, conseguirá el resultado propuesto.
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Y todo depende de quien recibe la palabra. Porque tú siempre eres el mismo. Tu palabra es siempre una palabra buena, una palabra de amor que intenta iluminar, encender, serenar, consolar, animar. Nosotros somos los responsables del resultado final. Por eso llegaste a decir que en realidad Tú no juzgarías a nadie, sino que tus palabras serán las que juzguen en el último día.

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QUÉ BUENA SIEMBRA.- La gente se arremolina en torno a Jesús, sus palabras tienen el sabor de lo nuevo, su mirada es limpia y frontal, su gesto sereno y atrayente, su conducta valiente y franca... Por otra parte aparece sencillo, amigo de los niños, inclinado a curar a los enfermos, aficionado a estar con los despreciados por la sociedad de su tiempo, amigo de publicanos y pecadores. Y, sin embargo, su manera de enseñar tenía una especial autoridad, tan distinta de la de los escribas y los fariseos.
La muchedumbre se siente atraída, le sigue por doquier, le gusta verle y escucharle. Por eso en alguna ocasión, como en este pasaje, Jesús se sube a una barca y se separa un poco de la orilla. Era aquella barca una curiosa cátedra, y la ribera del lago una insólita aula, abierta a los cielos, mirándose en el agua. El silencio de la tarde se acentúa con la atención de todos los que escuchan las enseñanzas del Rabí de Nazaret. Su palabra brota serena e ilusionada, es una siembra abundante, desplegada en redondo abanico por la diestra mano del sembrador. Es una simiente inmejorable, la más buena que hay en los graneros de Dios. Su palabra misma, esa palabra viva, tajante como espada de doble filo. Una luz que viene de lo alto y desciende a raudales, iluminando los más oscuros rincones del alma, una lluvia suave y penetrante que cae del cielo y que no retorna sin haber producido su fruto.
Sólo la mala tierra, la cerrazón del hombre, puede hacer infecunda tan buena sementera. Sólo nosotros con nuestro egoísmo y con nuestra ambición podemos apagar el resplandor divino en nuestros corazones, secar con nuestra soberbia y sensualidad las corrientes de aguas vivas que manan de la Jerusalén celestial y que nos llegan a través de la Iglesia. Que no seamos camino pisado por todos, ni piedras y abrojos que no dejen arraigar lo sembrado, ni permitan crecer el tallo ni granar la espiga. Vamos a roturar nuestra vida mediocre, vamos a suplicar con lágrimas al divino sembrador que tan excelente siembra no se quede baldía. Dios es el que da el crecimiento, Él puede hacer posible lo imposible: que esta nuestra tierra muerta dé frutos de vida eterna.
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 En la primera lectura, llena de esperanza, vemos a Isaías consolando a los que se acercan a él. A esos oyentes mortecinos, cansados, desalentados, como muchos de nosotros; que les hace llegar la fuerza de vida, la potencia creadora, la fertilidad que nace de recibir la Palabra de Dios anunciando la salvación. ¡Perfecta conexión con la parábola del sembrador!, que escucharemos en el Evangelio.
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El Salmo 64 era para los judíos un solemne himno litúrgico de acción de gracias por un año de cosecha abundante. Luego, para los contemporáneos de Jesús de Nazaret se trataba de un himno habitual para alabar la bondad de Dios para con todas sus criaturas. Nosotros, hoy, también lo cantamos como agradecimiento al Dios Padre que nos ayuda en todo momento.

Hemos de prestar una atención muy especial a la segunda lectura de hoy sacada de la Carta de los Romanos de San Pablo. Exhibe y crea la doctrina de la creación y de la salvación de los hijos de Dios gracias al Espíritu. Y es esa creación entera la que espera que nos manifestemos para cambiar el mundo para hacerlo más cercano y querido a lo que Dios pide a todos y cada uno de nosotros
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En el Evangelio de Mateo vemos como Jesús siembra su Palabra dentro del hombre desde la generosidad total, sin mirar la circunstancia, ni el momento. Siempre. No le importa que hoy caiga en el camino, mañana entre piedras, o entre zarzas, o que se abrase... Él conoce la vida del hombre, y la diversidad de momentos por los que pasa, pero él confía que algún día caerá en tierra buena y la empapará y dará fruto, y cumplirá su cometido, y no volverá a él sin haber cumplido su misión. Él nos mandará su mensaje, pase lo que pase y caiga donde caiga, porque su comunicación siempre crea y vivifica.
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