11 agosto 2017

DOMINGO XIX DEL T. ORDINARIO CICLO A - 13 DE AGOSTO

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Elías espera a Dios y este se le presenta como un susurro, sin prueba alguna de su poder. Es el gran secreto de Dios que nos narró Jesucristo que se acerca como Padre bueno a sus criaturas. Ese es el relato del Libro Primero de los Reyes, en la primera lectura.
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El Salmo 84 procede los días de la persecución de Antíoco. Y es, sobre todo, un canto ilusionado y esperanzado ante la misericordia divina, a la que el pueblo expresa toda su gratitud. Nosotros, también, aquí y ahora, debemos reconocer al proclamar el salmo 84 que Dios es justo porque es bueno.

 En la segunda lectura, de la carta de San Pablo a los Romanos, describe el apóstol de los gentiles, el misterio inquietante de la infidelidad de los judíos a Jesús. Nada, ni nadie, parece que pudo evitarlo. Pero subyace en el relato de Pablo un mensaje de esperanza para el pueblo del que nació Jesús de Nazaret.

 La barca de Pedro es la Iglesia. Los miedos de Pedro son las tribulaciones lógicas de esa Iglesia de Cristo. Pero, tras la tempestad llega la calma y tras el momento duro en que Pedro parece que se hunde en las aguas llega la calma de la mano del Señor Jesús. El Evangelio de Mateo nos narra este hecho.



El libro primero de los Reyes recoge uno de los peores momentos de la vida del profeta Elías. La reina pagana Jezabel le persigue con saña inaudita, queriendo vengarse a toda costa de ese hombre que ha vencido a los seudoprofetas del dios Baal. Elías, atemorizado, emprende la ruta del desierto, se esconde en el monte, como un fugitivo al que están a punto de darle alcance sus perseguidores. Y al llegar al monte Horeb, se refugia en una cueva, buscando en la soledad la cercanía de Dios.
Elías comprende que sólo del Señor le puede venir el consuelo para su amargura; sólo en él puede encontrar la fortaleza necesaria para seguir caminando cuesta arriba. Por eso huye de los hombres y se interna en el misterio recóndito de la intimidad de Dios. Y Dios le espera ahí, en esa soledad serena. Como te espera a ti que, quizás, no acabes de refugiarte en Él... Buscar a Dios, hasta encontrarle en la soledad de nuestra habitación, en la lejanía de la montaña, o en la cercanía del río, en la compañía de sólo árboles, sol y agua. Buscar a Dios, llegar hasta él, acudir cada día, por unos momentos al menos, a esa cita, siempre abierta, de este Jesús Señor nuestro que siempre aguarda nuestra llegada.

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Elías espera la llegada de Dios, sumergido en el silencio de la montaña. Y de pronto el viento se levanta violento, un huracán que hace crujir las rocas. Pero allí no estaba Dios. Luego la tierra comienza a temblar y a resquebrajarse en profundas grietas. Y tampoco en el terremoto estaba Dios. Apenas se calla el rugido de la tierra, cuando comienzan a crepitar en llamas los árboles de la ladera. Pero tampoco en el fuego estaba Dios.
Es una brisa tenue, un susurro de las ramas, un silencio apenas roto. Y Elías se postra en tierra, consternado y exultante al sentir la cercanía de Dios... De siempre el espíritu del hombre ha necesitado el silencio para escuchar la voz de Dios. En efecto, el silencio no es sólo un sedante para los nervios y un reposo para nuestras facultades psíquicas, es también el clima habitual donde Dios se nos comunica. Aunque a veces es posible que la voz del Señor nos llegue en medio del fragor de la vida corriente. Pero de ordinario, y Dios así lo quiere, hay que buscarlo en la soledad, en el silencio de una iglesia, en la calma del amanecer, en la tarde serena y callada. Junto al río, en la montaña, cara al cielo, en el silencio.

El libro primero de los Reyes recoge uno de los peores momentos de la vida del profeta Elías. La reina pagana Jezabel le persigue con saña inaudita, queriendo vengarse a toda costa de ese hombre que ha vencido a los seudoprofetas del dios Baal. Elías, atemorizado, emprende la ruta del desierto, se esconde en el monte, como un fugitivo al que están a punto de darle alcance sus perseguidores. Y al llegar al monte Horeb, se refugia en una cueva, buscando en la soledad la cercanía de Dios.
Elías comprende que sólo del Señor le puede venir el consuelo para su amargura; sólo en él puede encontrar la fortaleza necesaria para seguir caminando cuesta arriba. Por eso huye de los hombres y se interna en el misterio recóndito de la intimidad de Dios. Y Dios le espera ahí, en esa soledad serena. Como te espera a ti que, quizás, no acabes de refugiarte en Él... Buscar a Dios, hasta encontrarle en la soledad de nuestra habitación, en la lejanía de la montaña, o en la cercanía del río, en la compañía de sólo árboles, sol y agua. Buscar a Dios, llegar hasta él, acudir cada día, por unos momentos al menos, a esa cita, siempre abierta, de este Jesús Señor nuestro que siempre aguarda nuestra llegada.

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Elías espera la llegada de Dios, sumergido en el silencio de la montaña. Y de pronto el viento se levanta violento, un huracán que hace crujir las rocas. Pero allí no estaba Dios. Luego la tierra comienza a temblar y a resquebrajarse en profundas grietas. Y tampoco en el terremoto estaba Dios. Apenas se calla el rugido de la tierra, cuando comienzan a crepitar en llamas los árboles de la ladera. Pero tampoco en el fuego estaba Dios.
Es una brisa tenue, un susurro de las ramas, un silencio apenas roto. Y Elías se postra en tierra, consternado y exultante al sentir la cercanía de Dios... De siempre el espíritu del hombre ha necesitado el silencio para escuchar la voz de Dios. En efecto, el silencio no es sólo un sedante para los nervios y un reposo para nuestras facultades psíquicas, es también el clima habitual donde Dios se nos comunica. Aunque a veces es posible que la voz del Señor nos llegue en medio del fragor de la vida corriente. Pero de ordinario, y Dios así lo quiere, hay que buscarlo en la soledad, en el silencio de una iglesia, en la calma del amanecer, en la tarde serena y callada. Junto al río, en la montaña, cara al cielo, en el silencio.

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Imaginamos a Jesús agotado físicamente después de haber saciado el hambre de la gente y de haberse despedido de todos. Los discípulos se han ido a pescar, pero El necesita retirarse a solas para orar. Si el mismo Jesús necesita orar, ¡cuánto más nosotros! La barca de los discípulos se deja llevar sin rumbo por el viento. Así es nuestra vida muchas veces: caminamos sin rumbo, arrastrados por nuestras pasiones, sin un objetivo fijo, sin fuerzas para enderezar nuestra vida. Pero Jesús acude en su ayuda caminando sobre las aguas. Es un signo de su divinidad y los discípulos se asustaron, "se turbaron" como María cuando recibió el anuncio del ángel ante el misterio de Dios que se le había revelado. Pedro y los doce quedaron turbados ante la verdad de Jesús que se estaba manifestando. Jesús les da ánimo, su identidad, "soy yo", da confianza al hombre que se debate siempre en el temor, la angustia, la desesperación o el vacío.

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 “¡Señor, sálvame!". Pedro se quiere hacer el valiente y quiere poner a prueba sus propias fuerzas. Pero le entró miedo, comenzó a hundirse y suplicó "¡Señor, sálvame!". Intuyó el poder de Jesús y por eso se dirige a El caminando sobre las aguas, pero luego piensa en las dificultades y los problemas y esto le provoca el hundimiento. Esto le ocurre por dejar de mirar a Jesús y poner los ojos en otro sitio. El conocimiento de nosotros mismos, de nuestras miserias y oscuridades nos desconcierta, sólo la fe en Jesús nos ayuda a caminar. No nos conocemos suficientemente, nos da miedo bajar a lo profundo de nosotros mismos. Pedro era un hombre impulsivo, terco y primario, pero generoso y por eso se lanza fácilmente sin tener en cuenta los obstáculos. Pedro es uno de los que gritan por el fantasma, después pasa a una actitud petulante y atrevida, pero después se angustia al ver su propia realidad. Sólo la fe en Jesús sostiene su vida, por eso exclama con todos: "Realmente eres Hijo de Dios".

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¿Cómo encontrarnos con Jesús? Es aleccionadora en este sentido la lectura del Libro primero de los Reyes: el profeta Elías en su huida de la pérfida reina Jezabel se metió en una cueva del monte Horeb. Recibió el anuncio de que el Señor iba a pasar. Pero no le vio en el huracán, ni en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, el Señor vino con la brisa tenue. Es imposible descubrir a Dios en el ruido, en el jaleo, cuando estamos fuera de nosotros mismos. Es verdad que Dios está en todos los sitios, pero es imposible percibirle si no profundizamos en nosotros mismos. Es dentro de nuestro santuario interior donde podemos darnos cuenta de su presencia. Ahora tenemos más tiempo para el descanso, para el encuentro con nosotros mismos. La Palabra de Dios de cada día o un buen libro de meditación nos pueden ayudan a descubrir el gran tesoro de Dios que todos llevamos dentro. Y no olvidemos que un lugar privilegiado para el encuentro con Dios es el hermano que sufre, que está solo, al que nadie quiere. ¡Descúbrelo!

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