18 noviembre 2017

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A 19 DE NOVIEMBRE


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Esta pregunta del sabio de la Biblia recuerda a Diógenes, aquel filósofo griego que recorría las calles de Atenas con una lámpara encendida con la que, a pleno día, buscaba un hombre. En este caso se trata de una mujer. Casi me atrevo a decir que si difícil es encontrar a ese hombre, más lo es encontrar a esa mujer. Y esto porque si la mujer es buena, es mejor que el hombre. Igual que si es mala, es también peor que el hombre.
 Su marido se fía de ella, nos dice el sabio inspirado por Dios, y no le faltan riquezas. Le trae ganancias y no pérdidas todos los días de su vida... Maravilloso tesoro y dichoso quien lo encuentra. Ideal sublime que toda mujer ha de afanarse por conseguir: ser una bendición de Dios donde quiera que se encuentre, poner al servicio de los demás toda la riqueza de su condición femenina. Dar ternura a la vida, dar sencillez y belleza, dar serenidad y sosiego. Convertir cada casa en un lugar apacible y cómodo, en un hogar limpio y tranquilo en el que permanezca la paz y la alegría de Dios.
 Ahí está el mal, en que a menudo se pone el valor de la mujer en su presencia física nada más. De ahí que, en la mayoría de los casos, la mujer se afane sobre todo en aparecer hermosa y atractiva, mientras descuida otros aspectos más importantes, aunque menos vistosos de momento. Hay que reconocer que la culpa, en gran parte al menos, la tiene el hombre, ese animalito extraño que teniendo la luz de la inteligencia se guía casi siempre por el instinto.
 Así viene luego el triste, cuando no dramático, desenlace de la separación o el divorcio. Antes de que ese momento llegara, debería la mujer esforzarse por aparecer más bonita y arreglarse aún para estar en la cocina. Y junto a ese esfuerzo por estar siempre arreglada, poner la ilusión y el cariño de una novia. También aquí influye culpablemente el hombre, ese niño absurdo que no sabe apreciar las cosas, que es egoísta y que no piensa un poco más en los que tiene a su alrededor cuando está en casa... En fin, Señor, haz que cada hombre acierte al elegir a "su" mujer y que cada mujer encuentre a "su" hombre.
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Los discursos escatológicos del Señor, recogidos por San Mateo, son un texto adecuado para estos últimos días del año litúrgico. Con ellos vienen a la memoria los novísimos del hombre, buena receta según el sabio de Israel para no pecar. En esta ocasión, ese recuerdo saludable nos llega mediante la parábola de los talentos, que nos habla de los cuatro momentos últimos para todo hombre: la muerte, el juicio, el infierno y la gloria.
El fin comienza con la muerte. Pero antes está la vida, esa entrega de tiempo y de diversos dones con los que hemos de negociar durante un determinado período, de ordinario no muy largo... Sí, cuanto tenemos lo hemos recibido del Señor, para que lo hagamos fructificar, para que procuremos servir a los demás y servirnos nosotros mismos de esos bienes recibidos. No somos dueños absolutos de nada. Sólo administradores, que un día han de rendir cuenta de su gestión. El día de la muerte, en efecto, compareceremos ante el tribunal supremo cuyo juez es el mismo Dios. Ese momento es imprevisible, pero inexorable. Por eso hay que vivir siempre en vela, preparados para cruzar la terrible frontera del sepulcro.
Ajuste de cuentas con el Señor. Un juez al que no se le podrá engañar. Él tiene "anotado" en el libro de la eternidad cuanto hemos hecho de bueno y de malo. Su balanza es fiel, no admite componendas ni medidas falsas. Esta realidad, esta verdad de fe nos ha de empujar a trabajar con intensidad y constancia, a no desaprovechar ningún instante de nuestra vida. Todo nos puede y nos debe servir para ganarnos el cielo. El Señor será exigente, no habrá la excusa del que enterró su talento para devolverlo al final, sin más pena ni gloria.
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No puede ser una vida vacía la nuestra. Ha de estar llena de buenas obras, de servicio a los demás, de trabajo bien hecho. Ni un minuto puede quedársenos vacío, ni una línea en blanco. Dios nos da mucho, más de lo que uno se piensa. Pero también nos exige hasta el máximo. Tiene derecho a ello. Y nosotros tenemos la obligación de corresponder a su esplendidez. No nos arrepentiremos de hacerlo. Por el contrario, si no respondemos a esas divinas exigencias, lo pagaremos muy caro, con la condena eterna. Vamos, por tanto, a luchar por sacar fruto a esto que Dios nos da. Estemos seguros de que vale la pena decir que sí al Señor, sea lo que sea aquello que nos pidiere.

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 El trabajo, la laboriosidad, la vida en familia siempre fueron muy apreciadas por los escritores del Antiguo Testamento. El ejemplo de mujer hacendosa que nos pone hoy el libro de los Proverbios refleja ese trabajo armónico en el hogar, que era –y es—la base de la vida familiar.

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 Esta muy claro el significado y contenido de este salmo 127. Dios colma a sus criaturas –a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares— de bendiciones. Y las primeras de estas bendiciones son, sin duda, las familiares. La familia ha sido ese templo doméstico donde se adora a Dios. Es lo que nosotros hoy llamamos la Iglesia doméstica. Bella forma, este salmo 127 de orar a Dios desde el seno de la familia.
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 San Pablo sigue narrando –como en domingos anteriores— los acontecimientos esperados al final de los tiempos. Y es la Carta a los Tesalonicenses un relato impresionante que gira en torno a la Segunda Venida del Señor. Son lecturas propias de este tiempo final que ya espera el Adviento.

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 La parábola que Jesús no explica hoy –nos la narra San Mateo— es también finalista y propia de los últimos días del tiempo ordinario. El premio por los resultados de los dones que hemos recibido del señor –por los talentos— forma parte de ese resultado postrero de servicio a los hermanos. Los réditos que el Señor quiere son obras para los hermanos. Jesús como el domingo anterior nos pide que estemos atentos y que trabajemos en paz, que nunca estaremos ociosos esperando acontecimientos.

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