15 diciembre 2018

DOMINGO III DE ADVIENTO CICLO C

¿Qué tenemos 
que hacer?

La alegría no es un ingrediente muy frecuente en nuestra época. Tal vez, la tristeza, tampoco. Mucha gente vive en un estado intermedio, soso, frío, inexpresivo. Los sentimientos parecen cada vez más amortiguados en nuestra sociedad y a cambio de ellos sólo hay deseos: de riqueza, de poder, de tener más cosas, de poseer sexualmente más que de amar. Muchos que exhibir un poco de alegría tienen que tomarse unas copitas y, entonces, viven una cierta euforia alegre, que llegado el bajón se convierte en atonía, en frialdad, en frustración. Y es que, a veces, la tristeza es un mecanismo de superación. Un estado que nos conduce a la alegría una vez superada. Una cierta melancolía triste es algo.

                                                             
Deseo, tan sólo, haceros ver que hemos de vibrar con aquello que nos promete felicidad. Y siempre la cercanía del Señor en su Primera Venida, en el milagro portentoso de Belén, es un camino de alegría porque todo ello está rodeado de paz y de novedad.

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 En fin que hemos escuchado en la antífona de entrada un importante mensaje. Dice: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca”. La alegría es un síntoma indeleble de la conversión, de la cercanía evidente de Dios. Nadie que haya conocido al Señor –y haya perseverado—puede estar triste. Hemos oído muchas veces, la famosa frase: “un santo triste es un triste santo”. Y así es. Si la tristeza perdura en nuestros corazones es porque no hemos recibido al Señor. No hemos aceptado su llegada. Es verdad que la vida nos puede traer hechos malos y complicados que dispongan el ánimo a la tristeza, pero por encima de ellos, está la alegría que Dios comunica a los que le aman. Ese canto a la alegría está precisamente en el fragmento de la Carta que Pablo dirigía a los fieles de Filipos. De hecho toda la epístola a los Filipenses en una sinfonía alegre motivada por la espera ante la Llegada del Señor. Es posible, de todos modos, que convenga terminar con el diagnóstico sobre la tristeza: quien no es limpio de corazón, quien tiene muchos recovecos de odio, de impureza, de desconfianza, de envidia, en su interior, no puede estar alegre
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 El Salmo de hoy es muy particular. Y lo es porque no es un Salmo, sino unos versos sacados del capítulo 12 del Libro de Isaías. En ese texto se nos pide alegría y júbilo porque Dios está con nosotros. Y si os dais cuenta unas partes breves de la liturgia de hoy nos han marcado el camino. Siempre hemos de apercibirnos de la sabiduría, incluida en los textos –en todos ellos, grandes y pequeños—que leemos cada domingo. Y apreciar la especial inteligencia de quienes, hace muchos años, pusieron las bases de la celebración del Día del Señor. Asimismo, nuestra primera lectura tiene unas características especiales. Procede del Libro del Profeta Sofonías. Y en general su relato es muy triste, porque Israel está viviendo muy malos momentos. Los reyes de Israel no defienden lo fundamental y los invasores asirios están muy cerca. Pero, en un momento, se hace un rayo de luz en tanta oscuridad. El Rey Josías se anuncia como un gran reformador y la presión de los ejércitos de Asiria parece que se desvanece. Se espera una nueva etapa y eso produce que el profeta triste exalte de alegría para anunciar un gran gozo. Es como nos ocurre a nosotros. En medio de nuestras dificultades cotidianas está la alegría de la llegada del Señor Jesús, que hará nuestra vida mejor, que cambiará nuestro mundo de injusticia en un mundo de paz y amor.
San Juan Bautista, en el texto del Evangelio de San Lucas, marca el camino y predica la solidaridad y la justicia. Hay que repartir los bienes y no abusar del poder, como les diría, por ejemplo, a los soldados –representantes del Estado—que escuchan su predicación. Hay otro detalle en el relato de Lucas que nos interesa mucho. Dice que el pueblo estaba expectante ante la llegada del Mesías y por eso preguntan al Bautista si él es a quien esperan. Nos interesa remarcar esa expectación. Y, claro, de ella surge la interrogante de si nosotros llegamos a ese grado de interés por la espera. Y es que no podemos quitar a la Navidad nada de su contenido real: Es decir, la fecha en que el Hijo de Dios llega a salvarnos. Pero tampoco sería ni lícito, ni conveniente, que dejáramos la celebración en ---sólo—el interior del templo. Hay que salir a la calle a comunicar esa alegría. Y por ello no hay que poner demasiados peros a la explosión de luces y colores en que nuestras calles se convierten, aunque sean parte del negocio y del consumismo. Es bueno que Dios esté en la calle y no importa –como también dice el Evangelio—que “otros hagan milagros en su nombre”, aunque no los conozcamos.
Hemos superado ya la mitad del Adviento. El próximo domingo, el Cuarto de este tiempo feliz de espera, es ya el último. Después nos encaramos, sin más rodeos, con el prodigioso milagro de Belén, donde un Dios poderosísimo se hace Niño para salvarnos y darnos una alegría que siempre vivirá en nuestro corazón. Hermanos aprovechemos el tiempo que nos queda hasta la llegada del Señor Jesús, enmendemos nuestros caminos y nuestros comportamientos. Juan el Bautista nos dice cómo. La historia con la llegada de Jesús de Nazaret se va a abrir a un tiempo de paz, de amor, de solidaridad, de alegría, de gozo. Colaboremos con Él en que el mundo y sus habitantes sean mejores y vivan mejor. Es lo que nos va a pedir Jesús cuando llegue.
Y si me lo permitís pretendo terminar como empecé. Liberar vuestro corazón de los muchos deseos –sean de lo que sean—y es que, a veces, son tantos que como no los vamos a conseguir, nos producen desosiego y por supuesto una tristeza fría y un tanto inesperada. La alegría nos llegará de la espera de lo sencillo. De dar, por ejemplo, mucho sitio en nuestros corazones a la celebración del Nacimiento de Jesús en compañía de los seres queridos y, además, con la conciencia tranquila de que hemos contribuido a que otros hermanos nuestros, más necesitados, reciban lo necesario para que esa misma noche sea feliz. La escena de Belén es muy pobre, pero muy alegre. Los pastores que acuden –lo dice Martín Descalzo—tenían mala fama, pero acuden ingenuamente a ver a un recién nacido, pobre, muy pobre. Pero su visión produce una enorme alegría. Han comprendido la excelencia y pureza de ese momento. Claro, antes, había aparecido una inesperada sinfonía angélica de paz, de amor y de alegría. Es posible que si nosotros nos abrimos con confianza, esperanza y alegría a lo que conmemoramos la Nochebuena, seguro que escucharemos a los ángeles, en nuestro interior, aunque sea bajito.



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