
Escucharemos hoy el famoso episodio del Libro del Éxodo sobre la zarza que no se consume. Es la manifestación de Dios. Él mismo viene a dar su nombre a Moisés: “Yo soy”. Es como si se presentase, como si nos dijese: “estoy aquí, con vosotros, actuando a vuestro lado. Soy el presente, el que está, el que libera, el que salva”. Pero esta seguridad no quiere dar pie a que nos durmamos, a que nos dejemos llevar.
El Salmo 102 es atribuido a David y tenía un uso penitencial como el “Miserere” (Salmo 50) Pero además un bellísimo canto a la misericordia de Dios hacia sus criaturas. Es, sin duda, uno de los más bellos del Salterio. 
En la segunda lectura Pablo de Tarso en su Carta primera a los fieles de Corinto viene a decirnos: “el que se crea seguro ¡cuidado! no caiga”; ya que nuestra seguridad tiene que venir de apoyarnos en Él. Es un mensaje de apoyo y conversión. Son palabras muy actuales
El evangelio de Lucas de hoy es un grito a la conversión. No busques culpables a los que convertir --nos dice--, busca tu interior, mira tus obras, observa si tu religiosidad da frutos dignos; quizá con estas actitudes alguien se convierta sin que tú lo hayas advertido. Jesús de Nazaret no busca culpables, busca amigos a quienes ayudar.
Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera. En los  tiempos de Jesús el pueblo pensaba que los sufrimientos y enfermedades  materiales eran consecuencia de los pecados morales. Tanto los galileos  asesinados por Pilato, como los dieciocho que murieron aplastados por la torre  de Siloé, eran pecadores. Por eso, la conclusión del relato evangélico les  parecía del todo lógica: todo el que es pecador y no se arrepiente, perecerá.  Nosotros, ahora, no creemos que los sufrimientos y enfermedades de esta vida  sean siempre consecuencia directa de algún pecado moral. Tanto los justos como  los pecadores pueden morir de cáncer o padecer cualquier otra enfermedad cruel  o mortal. Pero esto no quiere decir que nosotros pensemos que la conversión no  sea condición necesaria para salvarse. Porque todos nacemos pecadores,  inclinados al mal, y todos necesitamos luchar contra el pecado, convertirnos,  para que la misericordia de Dios pueda salvarnos. Ya lo dice el salmo 50: mira,  Señor, que en la culpa nací, pecador me concibió mi madre. Y el mismo salmo  comienza diciendo: sálvame; Señor, por tu gran amor, por tu inmensa compasión  borra mi culpa. En la cuaresma, de un modo especial, debemos pensar en esto: en  la necesidad que todos tenemos de convertirnos, de apartarnos del mal. Esta  debe ser una lucha del todo necesaria para poder obtener la salvación de Dios.  Ya sabemos que es la misericordia de Dios la que nos salva, pero sabemos  igualmente que Dios quiere que nosotros queramos salvarnos y que luchemos  contra el mal, es decir, que nos convirtamos, porque, repitiendo palabras del  salmo 50: un corazón contrito humillado, tú no lo desprecias, Señor. En este  domingo de cuaresma pidamos a Dios que nos dé un corazón puro, que nos renueve  por dentro con espíritu firme, que nos convirtamos y que confiemos en que Dios  nos salvará, porque, como leemos en el salmo 102, que recitamos hoy, el Señor  es compasivo y misericordioso… lento a la ira y rico en clemencia. 
Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol,  a ver si da fruto. Si no, la cortas. La higuera a la que se refiere el  texto evangélico es el pueblo de Israel, pero nosotros deberemos aplicar esta  parábola de la higuera estéril a cada uno de nosotros. Confiar en la  misericordia salvadora de nuestro Dios no puede llevarnos a ir retrasando  nuestro propósito de conversión hasta el último día de nuestra vida. Dios  quiere que nos convirtamos ya hoy, que no lo dejemos para mañana. Si la  cuaresma es un tiempo especial de conversión, no dejemos que pase esta cuaresma  sin un propósito firme de conversión. Para eso, abonemos todos los días nuestro  corazón con obras de misericordia y mortificación, con amor y con espíritu de  sacrificio.
El Señor le dijo a Moisés: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto…  voy a bajar a salvarlos. El pueblo de Israel siempre vio en Moisés un  enviado por Dios para librarlos de la opresión de Egipto. Yahvé siempre fue  visto por el pueblo de Israel como un Dios liberador. Así debemos verlo también  cada uno de nosotros: Dios, el Dios de nuestro Señor Jesucristo, es un Dios  misericordioso y liberador, que nos quiere siempre libres de todas las ataduras  del pecado. Ser cristiano es ser y sentirse siempre libres de nuestra innata  inclinación al mal, de las tentaciones de la carne, de las atracciones  pecaminosas del mundo. Un cristiano no debe ser, ni considerarse nunca, un ser  oprimido y acobardado ante las dificultades y ante la fuerza del mal. Seamos  valientes, luchemos, y confiemos siempre en la voluntad salvadora y liberadora  de nuestro Dios.

El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga. La confianza en Dios  debe ser siempre una confianza fuerte y segura, pero nunca temeraria. No nos  vale meternos imprudentemente en el peligro, con la ingenua esperanza de que al  final Dios nos va a librar. El que ama el peligro, decía ya el proverbio  latino, en él perecerá. Ayúdate y te ayudarán, decimos también nosotros, a Dios  rogando y con el mazo dando. San Pablo les dice a los cristianos de Corintios  que recuerden que muchos judíos murieron en el desierto, porque no agradaron a  Dios. Que no se crean ellos que Dios les va salvar por el solo hecho de haber  sido redimidos por Cristo. Confiemos nosotros en Dios, pero nunca con una  confianza temeraria. En definitiva, como venimos diciendo, en esta cuaresma  agrandemos nuestra confianza en Dios, pero sin olvidar nuestra obligación de  convertirnos al Señor, con oración, con ayuno, con limosna, y luchando cada día  denodadamente contra el mal.
 
 
 
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