6. Los Padres sinodales de las Iglesias católicas orientales y los representantes de las otras Iglesias de Oriente han señalado en sus intervenciones los valores evangélicos de la vida monástica[10], surgida ya desde los inicios del cristianismo y floreciente todavía en sus territorios, especialmente en las Iglesias ortodoxas.
Occidente ha practicado también desde los primeros siglos de la Iglesia la vida monástica y ha conocido su gran variedad de expresiones tanto en el ámbito cenobítico como en el eremítico. En su forma actual, inspirada principalmente en san Benito, el monacato occidental es heredero de tantos hombres y mujeres que, dejando la vida según el mundo, buscaron a Dios y se dedicaron a El, « no anteponiendo nada al amor de Cristo »[12]. Los monjes de hoy también se esfuerzan en conciliar armónicamente la vida interior y el trabajo en el compromiso evangélico por la conversión de las costumbres, la obediencia, la estabilidad y la asidua dedicación a la meditación de la Palabra (lectio divina), la celebración de la liturgia y la oración. Los monasterios han sido y siguen siendo, en el corazón de la Iglesia y del mundo, un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de dialogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de aquella celestial.
7. Es motivo de alegría y esperanza ver cómo hoy vuelve a florecer el antiguo Orden de las vírgenes, testimoniado en las comunidades cristianas desde los tiempos apostólicos[13]. Consagradas por el Obispo diocesano, asumen un vínculo especial con la Iglesia, a cuyo servicio se dedican, aun permaneciendo en el mundo. Solas o asociadas, constituyen una especial imagen escatológica de la Esposa celeste y de la vida futura, cuando finalmente la Iglesia viva en plenitud el amor de Cristo esposo.
Los eremitas y las eremitas, pertenecientes a Órdenes antiguas o a Institutos nuevos, o incluso dependientes directamente del Obispo, con la separación interior y exterior del mundo testimonian el carácter provisorio del tiempo presente, con el ayuno y la penitencia atestiguan que no sólo de pan vive el hombre, sino de la Palabra de Dios (cf. Mt 4, 4). Esta vida « en el desierto » es una invitación para los demás y para la misma comunidad eclesial a no perder de vista la suprema vocación, que es la de estar siempre con el Señor.
Hoy vuelve a practicarse también la consagración de las viudas[14], que se remonta a los tiempos apostólicos (cf. 1 Tim 5, 5.9-10; 1 Co 7, 8), así como la de los viudos. Estas personas, mediante el voto de castidad perpetua como signo del Reino de Dios, consagran su condición para dedicarse a la oración y al servicio de la Iglesia.
Institutos dedicados totalmente a la contemplación
8. Los Institutos orientados completamente a la contemplación, formados por mujeres o por hombres, son para la Iglesia un motivo de gloria y una fuente de gracias celestiales. Con su vida y su misión, sus miembros imitan a Cristo orando en el monte, testimonian el señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria futura.
En la soledad y el silencio, mediante la escucha de la Palabra de Dios, el ejercicio del culto divino, la ascesis personal, la oración, la mortificación y la comunión en el amor fraterno, orientan toda su vida y actividad a la contemplación de Dios. Ofrecen así a la comunidad eclesial un singular testimonio del amor de la Iglesia por su Señor y contribuyen, con una misteriosa fecundidad apostólica, al crecimiento del Pueblo de Dios[15].
Es justo, por tanto, esperar que las distintas formas de vida contemplativa experimenten una creciente difusión en las Iglesias jóvenes como expresión del pleno arraigo del Evangelio, sobre todo en las regiones del mundo donde están más difundidas otras religiones. Esto permitirá testimoniar el vigor de las tradiciones ascética y mística cristianas, y favorecer el mismo diálogo interreligioso[16]
.Santa Teresa de Jesús experimentaba gran alegría cuando veía una Iglesia más donde estuviera el Santísimo Sacramento. Un árbol necesita de la sabia interior que le de vida, por lo mismo la Iglesia cuenta con comunidades contemplativas dedicadas exclusivamente a la oración.
Me pregunto si efectivamente el mundo conoce la vida contemplativa; si en realidad, el mundo de hoy tiene conciencia de lo que significa, dentro de la Iglesia, la vida contemplativa...
Pero sería muy lamentable que quienes deben vivir, y viven, efectivamente, la vida contemplativa no la hayan penetrado hasta el fondo y no hayan calado profundamente su esencia y naturaleza más íntima. Porque una contemplativa vive con plenitud su vida a la luz de Dios, en la medida que tiene un conocimiento pleno de la esencia y de la naturaleza de la vida que ella prometió vivir a Dios y a la Iglesia.
Entendemos fácilmente qué cosa es la vida apostólica, y a todos nos interesa, pues sus efectos eficientísimos los palpamos de inmediato: están allí, a la vista.
Pero qué difícil es comprender la eficacia y la eficiencia de la vida contemplativa. Sus características la hacen, en cierta forma, una vida incomprendida, tan incomprendida, que muchos pensaron y soñaron que el Concilio había de ser la tumba de la vida contemplativa en la Iglesia.
Dato curioso, precisamente el Concilio se ocupó, en el Decreto Perfectae Caritatis, de la necesidad y grandeza de la vida contemplativa; y nos ha dejado un texto de lo más precioso, acabadísimo, muy completo, en sus líneas esenciales, y que canoniza definitivamente en la Iglesia de Dios, la necesidad y el valor de la vida contemplativa.
Indudablemente que las características de la vida contemplativa la hacen menos comprendida por la generalidad de las personas. La vida contemplativa tiende más a la oración que a la acción apostólica externa; busca más el ocultamiento que la exhibición. La vida contemplativa se entretiene en el trato con Dios, más que en la conversación con los hombres; se entrega con todas las veras de su ser a la penitencia y a la mortificación, más que a la técnica y al trabajo exterior. Es sencillamente, una Manifestación doble de dos matices de la vida de Jesús: LA ORACIÓN Y EL SACRIFICIO.
No todos podemos hacer todo en la Iglesia. La justificación de la vida contemplativa se encuentra en aquel texto maravilloso de San Pablo (Rm. 12,4), en el que nos habla de las distintas vocaciones que hay en el Cuerpo Místico de la Iglesia. Una de estas vocaciones es la que imita, de la vida de Jesús, la oración y el sacrificio.
Es la oración de Jesús, es el sacrificio de Cristo los que realizan definitiva y complementariamente, la redención, la salvación y las gracias de santificación para el hombre.
Por otra parte, la vida contemplativa se justifica, porque Dios tiene derecho a elegirse almas para su exclusivo servicio; porque hay almas que buscan a Dios en forma absoluta y completa; porque hay almas para quienes serían insuficientes el reducido círculo de una acción apostólica, un número pequeño de almas, una sola especie de apostolado, sino que querrían la amplitud cósmica del mundo como geografía de su apostolado, el número total de los hombres y todas las especies posibles de apostolado. Buscan, sencillamente, cuando son sinceras y conscientes de su vocación, al Absoluto, de manera absoluta y para una acción absoluta, universal y cósmica. Así entiendo yo la vida contemplativa: La vida contemplativa la constituye la búsqueda del Absoluto, en forma la más absoluta y para una acción apostólica absoluta, la más absoluta y totalitaria. Por eso sus grandes objetivos son glorificar a Dios siempre y en cada momento, la obligación de ser santas en el más alto grado que puede concebirse en la tierra.... no tiene pretexto alguno para no serlo así. Salvar el mayor número de almas: no unas cuantas almas... ni aquí y allá, sino todas las almas en todo el espacio y el tiempo, para que así no quede una sola alma sobre la cual su acción de oración y sacrificio no llegue permanentemente.
El contemplativo se levanta para decir al mundo que hay otros valores que valen más; el alma contemplativa se pone frente al mundo, para ser testigo de Dios que vive en el interior de su alma en cada uno de los días de su vida; la contemplativa está en el mundo para dar testimonio de la posibilidad de la vida en unión suprema con Dios.
Una vida de intenso sacrificio y de profundo amor a la cruz. Y, ¿esto para qué? Para poder realizar aquel aforismo de San Juan de la Cruz: “Amar a Dios es despojarse, por Dios, de todo lo que no es Dios”.
Para que sea cierto aquello que decía una gran contemplativa:”estar a solas con El sólo”. Para que, como dice otra contemplativa: “sea posible hablar el que no es con El que es”. Para que, finalmente, la vocación de cada contemplativa sea el amor y su lugar, el corazón de la Iglesia.
El Concilio nos ha dicho la verdad sobre la vida contemplativa y nos ha legado un documento preciosísimo que debe ser constante inspiración para las almas contemplativas: han adquirido un enorme compromiso con Dios, con la Iglesia y con el mundo.
Con Dios, porque -como dice el Concilio- deben ofrecerle “un eximio sacrificio de alabanzas”; porque deben entregarse a El en la soledad, en el silencio, en la oración constante y en la austera penitencia. Con la Iglesia, porque las contemplativas deben ocupar un lugar eminente en el Cuerpo Místico de Jesucristo; porque deben enriquecer al pueblo de Dios con frutos espléndidos de santidad; porque deben, con su ejemplo, mover al pueblo de Dios y “lo dilatan con misteriosa fecundidad apostólica.” fecundidad misteriosa, para los que hemos recibido el don de la vida contemplativa.
Pero, sobre todo, fecundidad misteriosa y -diría yo- dramática para las almas contemplativas que realizan su apostolado oscuro y silencioso desde el primero hasta el último día de su vida, sin saber a dónde van, sobre quiénes operan y con qué eficacia se realiza su obra maravillosa de apostolado.
El apostolado de la contemplativa, desconocido de los hombres, es el misterio profundo de la fecundidad misteriosa de la Iglesia. Y, así, las contemplativas que realizan plenamente su vocación “son el honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes”. Con el mundo, finalmente, porque ellas deben sentirse comprometidas a remediar los grandes problemas del mundo de hoy: hambre, enfermedad, incultura, injusticia social. Acaso dirá alguno que las contemplativas no están obligadas a prestar su colaboración espiritual en el orden del apostolado, al remedio de tan graves e ingentes necesidades del mundo de hoy. Esto no puede admitirse: la contemplativa, por propio espíritu, por su esencial consagración a Dios, por el profundo amor que debe sentir hacia sus hermanos, late al unísono con todas las exigencias, con todas las necesidades extremas, con las tremendas urgencias del mundo de hoy. Ellas, como los que están palpando, cara a cara, las grandes necesidades del mundo actual, viven también con el corazón angustiado, pidiendo al Señor, constantemente, que remedie tantas necesidades por las que atraviesa el mundo de nuestros días
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