24 septiembre 2016

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO - 25 DE SEPTIEMBRE - C

DOMINGO XXVI

Seguimos, como el domingo pasado, leyendo al Profeta Amós. Este profeta siempre condenó a los ricos de su época, crueles explotadores de los pobres. Hoy afea a esos poderosos sus excesos con la comida y las fiestas a costa de la indigencia de los más desfavorecidos.


El salmo 145 es primero de una serie de salmos dexológicos –que ensalzan y glorifica a Dios—con los cuales termina el libro de los Salmos, que llega hasta el 150. Son Salmos que los judíos contemporáneos de Jesús recitaban por la mañana, como oración para dar gracias al Señor que abría el día y con ello las maravillas de la naturaleza. Los versículos que proclamamos hoy guardan relación con la ofensa a los pobres de lo que hablan las otras lecturas de hoy.


Continuamos, también, leyendo fragmentos de la Carta Primera a Timoteo. El apóstol Pablo continúa con la formación, a distancia, de uno de sus discípulos más queridos. Hoy le pide perseverancia hasta el momento que haya de presentarse hasta el Señor


El Evangelio de San Lucas nos narra hoy la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro. Es una enseñanza clara en torno a que los abusos –también los de la comida—llevan a tiranizar al hombre. E invoca el Señor Jesús un problema muy acuciante todavía hoy: el del hambre en el mundo.


"Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza", dice Pablo de Tarso. Hay siempre unos matices de gran relieve en los escritos de Pablo. En la Segunda Carta a Timoteo, que se lee en este Vigésimo sexto Domingo del Tiempo Ordinario, nos ofrece todo un programa. Tiene, incluso, mucho sentido consignar de final al principio esas virtudes. Delicadeza, paciencia, amor, piedad, justicia. San Pablo que era un hombre de extraordinaria fortaleza y empuje estaba "tocado" por la acción del Espíritu que es quien da esos brillos importantes a nuestra alma. Necesitamos paciencia y delicadeza para tratar justamente al prójimo y será nuestro amor hacia él --y, por tanto, a Dios-- lo que nos incline a una auténtica piedad. No es esto un juego de colocación caprichosa de unas mismas palabras. Se trata de un contenido vital al que se accede tras buscar santidad en nuestras vidas. No solemos situar al principio de nuestros habituales comentarios las palabras de la Epístola, porque, obviamente, siempre será más profunda la "lección" del Evangelio, pero no es posible sustraerse a la belleza espiritual de los textos de Pablo con su concreción en el camino para una mejor conducta nuestra.

Es San Lucas un relator del amor a los hermanos y, por tanto, de la necesidad de una mayor equidistancia en cuanto a poder y riquezas respecto a ellos. Pero en la parábola del pobre Lázaro hay mucho más que ese camino de justicia referido a las necesidades de los hermanos que nos pide el seguimiento de Cristo. Aparece el diálogo entre lo cotidiano y el más allá. El rico Epulón pide al padre Abraham que descienda un muerto para que convenza a sus hermanos de que tomen el camino adecuado. Abraham va a contestar que no creerán a un resucitado y, ciertamente, así va a ser. La Resurrección de Cristo sirvió para impulsar el camino de la Iglesia, la continuidad en la Redención de sus discípulos. Pero aquellos que le condenaron, le torturaron y le asesinaron iban a quedar donde estaban. No se convirtieron en su gran mayoría. Es cierto que el Señor no buscó aparecerse a todos y lograr sobre el Israel de entonces una generalizada y maravillosa manifestación del poder de Dios. Sin embargo, todo el que quiso creer, creyó. Es decir, las apariciones de Jesús se multiplicaron dé tal manera que era difícil sustraerse a ellas. Habla Pablo de que se apareció a más de quinientos, después de personalizar con nombres otro buen número de apariciones. Más de quinientos testigos en un ambiente tan interrelacionado como podía ser Jerusalén –incluso toda la Galilea-- armarían suficiente "ruido". Pero no sirvió para que muchos de sus coetáneos cambiaran. Y en cuanto a los signos prodigiosos que Jesús realiza durante su predicación tampoco sirvieron, aunque ellos produjeron un auténtico clamor popular.


Es también San Lucas el único entre los autores sinópticos de los Evangelios que narra la parábola del Rico Epulón y el Pobre Lázaro. Su contenido no puede ser más claro. En la vida futura se premiará la adversidad de los pobres y se castigarán los excesos de los ricos. Todo ello nos puede parecer excesivo o, incluso, un tanto demagógico. Sin embargo, el amor de Jesús a los pobres es una clara consecuencia del amor del Padre por los más débiles. A su vez, se presenta siempre la riqueza como algo repartible. Y en la que es necesaria la acción de compartir. El pobre Lázaro no tiene más consuelo que el de la caricia de los perros que vienen a lamerle las heridas. Un poco –muy poco—de lo que sobraba en la rica mesa de Epulón.

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