16 febrero 2018

DOMINGO I DE CUARESMA CICLO B -18 DE FEBRERO


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Tras el diluvio, Dios pacta con Noé que no habrá otro diluvio y que la destrucción nunca mas alcanzará a la Tierra. Este episodio del Libro del Génesis que vamos a escuchar hoy es una parte más del plan universal de Dios para la salvación del género humano, lo cual llegará de forma plena con la encarnación de Jesús como hombre verdadero y Dios presente entre nosotros.
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 El salmo 24 es una oración personal pidiendo a Dios su amparo y su guía por los caminos que Él mismo ha marcado a sus criaturas. El mismo salmista reconoce que son caminos de verdad y de justicia. Y de los versículos de este salmo –uno de los más bellos del salterio—se desprende que todo lo malo del género humano, todos sus problemas y enfermedades son recuperables. Es, para nosotros, hoy, el mejor mensaje que podemos recibir en el inicio de esta Cuaresma.
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 El apóstol Pedro, en su Primera Carta –que es nuestra segunda lectura de hoy—hace referencia, también, al pacto de Dios Padre con Noé y ve en las aguas purificadoras del diluvio un anticipo liberador del agua del bautismo. Todo ello es muestra de la misericordia y paciencia de Dios con sus criaturas y de la acción salvadora definitiva de Jesús Nazaret que, con su muerte, nos salvó a todos.
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 Si hay algo común a todo hombre y en toda mujer es la tentación. Y sin embargo nos cuesta mucho aceptarlo. Todavía no nos damos cuenta que en las pruebas de la vida Dios está a nuestro lado. Él ha hecho con nosotros un compromiso, una Alianza, y Dios no puede fallar jamás. Por eso nos envía su Espíritu para que nos sostenga contra el poder del mal. Ese mismo Espíritu que ya habita dentro de nosotros desde el día de nuestro bautismo. San Marcos nos habla hoy en el Evangelio de todo eso. De las tentaciones de Jesús que son como las nuestras y de que el Espíritu le asistía, como a nosotros si le invocamos con fe.

"En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre los animales, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.
Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»
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Bautizado Jesús en el Jordán, el Espíritu le empuja hacia el desierto. En él pasa Jesús cuarenta días antes de comenzar su misión. El desierto de Israel es un lugar solitario, junto al Jordán, donde Juan bautizaba. Los israelitas pasaron en él cuarenta años antes de entrar en la tierra prometida. Pero el desierto es, además, un lugar simbólico. Es lugar del vacío y del silencio donde la voz de Dios se percibe con mayor intensidad. En el desierto se aprecia mejor lo real y absoluto, las ideas más veraces, mientras que en el bullicio de la populosa ciudad los valores del espíritu son silenciados y se desvanecen. En el desierto desnudo no interfieren tanto las distracciones y nos podemos confrontar mejor con Dios y con nosotros mismos. Jesús se hunde en la soledad, en el “cara a cara” con el Padre, para percibir con mayor claridad cómo llevar a cabo su misión. ¿Acaso realizando milagros fascinantes? ¿O apoyándose en el  poder político? ¿O aliándose con el poder económico? ¿O aprovechando el mimetismo contagioso de las masas enfervorizadas? ¿O más bien en el servicio humilde tal como acontece en el trance de la cruz? Jesús ora para conocer y adquirir fortaleza. Y ve y vence orando. Necesita focalizar con claridad la voluntad del Padre, para sentirse libre ante la tentación humana del poder fácil. La mente humana se deja ofuscar fácilmente ante lo arduo. Es un hecho general. Por eso Jesús se interna en el desierto buscando claridad lejos de las influencias externas e internas que perturban la mente y el corazón.
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Marcos nos dice que Jesús permaneció en el desierto cuarenta días, evocando con ello los cuarenta años que vivió el pueblo en el desierto, los cuarenta días de Moisés en la montaña, los cuarenta años de Elías en el monte Horeb. Orar supone vencer y no orar es caminar a la defección. Marcos presenta a Jesús, nuevo Adán, tentado por Satanás, para decirnos que vence orando. Jesús ora para vencer y nos enseña que debemos hacer lo que podemos y pedir lo que nosotros, solos, no podemos. La serpiente sedujo al primer Adán, pero Jesús, que convive con todas las alimañas del desierto, vence ahora a Satanás que ejerce posesiones demoníacas sobre los hombres y crea el caos en el mundo. El hombre actual ha sucumbido de forma sibilina a la tremenda tentación de sustituir a Dios por la razón. Y esto es terrible porque la razón, por sí misma, nada sabe ni de horizontes últimos ni del sentido de lo absoluto. En consecuencia, el hombre se ha dejado poseer y dominar por los peligrosos demonios de la frialdad y de la indiferencia. El desamor y la indiferencia han hecho del hombre actual un ser egoísta y excluyente. Marcos caracteriza a Satanás como el señor de la oscuridad que efectúa posesiones demoníacas y provoca enfermedades físicas y psíquicas, crea el caos en el mundo y aleja a la gente de  la voluntad de Dios. El evangelista presenta también a Jesús  como el que vence el mal de forma radical y definitiva, reafirmando su identidad mesiánica y divina. El hombre, para vencer, necesita fe, confianza en Jesús, pues él es el poder fuerte del evangelio, el reinado de Dios en persona.
Es preciso saber leer bien este evangelio. ¡Jesús mismo fue tentado realmente! Se reconocía claramente enviado por Dios. Y este envío, tan singular, debería tener, en la mentalidad humana una lectura fácil, espléndida, apoteósica. Todo hombre, la misma naturaleza humana, tiene sus criterios y sus leyes, sus preferencias y opciones favoritas: tiende naturalmente al triunfo, al éxito, al beneplácito social. Pero Dios le propuso caminos que no coincidían con los criterios humanos. Le requería cambiar la omnipotencia por la impotencia, le inspiraba no vencer, sino convencer, vivir la experiencia de un amor extremo al hombre. Y optó no por su éxito personal, o por los caminos de la facilidad, sino por la voluntad de Dios y la curación del hombre.
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Si Cristo fue tentado de esta manera es porque somos nosotros los que tenemos esas mismas tentaciones que él asumió como propias. Tomó en su cuerpo nuestros propios males. Y tenemos que saber conocerlos y asumirlos para vencerlos. Pensamos que en tiempos de Jesús los demonios del infierno andaban sueltos con raras posesiones diabólicas esperpénticas. Pero las posesiones diabólicas de ayer son las mismas de hoy. Nosotros, ahora, somos verdaderamente esclavos. Esclavos ¿de qué? De nosotros mismos. Hacemos lo que queremos, lo que nos gusta, no lo que Dios quiere y nos conviene. Vivimos en nuestro mundo, no en el de Dios y en el de los demás. No hacemos lo que los otros necesitan. Tenemos el mal dentro, en el corazón. No somos nosotros. Somos ambiente, alienación. Somos lo otro y los otros. Pero no nosotros, no el amor. La mayor cautividad es la que establece nuestro propio ego. Porque es mal de dentro, no de afuera. No nos hacemos según el diseño de Dios, sino según el nuestro. Pablo lo describe magníficamente en su carta a los gálatas: “Hermanos: nuestra vocación es la libertad; no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor” (Gal 5,13). Y lo precisa más: “Las obras de la carne están patentes: fornicación, impureza, libertinaje, idolatrías, hechicería, enemistades, contiendas, envidias, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, discordias, borracheras, orgías y cosas por el estilo” (5,20-21). El Espíritu, la libertad, en cambio, es “amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí. Los que son de Cristo han crucificado sus pasiones” (5. 22).
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La gran posesión diabólica de nuestro tiempo es dejarnos dominar por una frialdad e indiferencia que arrastran a la turbiedad cultural y emocional de la distancia, originando soledad,  y sufrimiento. La exaltación de la diferencia social, política, económica llega al paroxismo. Las diferencias, la exclusión, el desprecio saturan de una violencia satánica la convivencia de todos los días. Fácilmente adquieren formas verdaderamente infernales. Es un mal tan generalizado que solo por el comportamiento no sería fácil discernir quiénes creen o no. La violencia toma la calle. Nos manifestamos como ciudadanos de la ciudad terrena, no de la celeste. Elegimos todo con criterios de bienestar temporal egoísta. Hemos confundido la opción porque tenemos dañado el amor. La opción de Jesús, el Hombre-con-los-hombres, es el hermano, los otros. Nosotros vivimos nuestra vida. Somos egoístas e incluso nos hemos olvidado ya de nuestro propio mal. Pensamos que la tentación surge sola, pero no es así, el mismo "príncipe de este mundo"( Satanás), como lo llamó Jesús sigue en su incesante misión de tentar y poseer el alma del hombre para apartarlo de Dios y llevarle a su eterna desdicha. Tiene su mejor ardid en que se niegue su existencia, por lo que le permitimos una libre actuación. Conscientes de  la presencia constante del "tentador", hemos de vencerle con una lucha constante y usando todos los medios que Jesús dejó con su Poder a la Iglesia.
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Jesús nos dice hoy a nosotros que “ya está cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia”. Nos pide la conversión, pero esta conversión no se reduce a una emoción. Es un cambio total de orientación y de vida. En este tiempo, si oramos y cuando oramos, tenemos el peligro de entretenernos en meditaciones piadosas que dejen intactos nuestros alejamiento y alienación y hasta los confirmen. Se trata de que tengamos la audacia no ya de hacer cosas buenas, sino de hacer lo que hay que hacer: tocar la llaga y dejarnos cambiar y transformar. Como él tenemos que saber adentrarnos en el desierto, en el silenciamiento humano de nuestro ego y saber no solo orar, sino orar nuestra realidad concreta personal, nuestra frialdad y distancia, mirándonos con su mirada, viéndonos al trasluz del evangelio, intentando captar la diferencia entre cómo nos ve Dios y cómo nos vemos nosotros. Como las raíces de la planta absorben los nutrientes y la humedad, así nosotros debemos saber absorber el evangelio, el Espíritu de Jesús, a Jesús en persona. Solo él puede liberarnos y convertirnos saliendo de nosotros mismos, yendo a él, estando del todo en él, saliendo nuevos con él y según él. Que él nos ayude para que “en su luz veamos la luz”.
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