12 mayo 2018

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR CICLO B 13 DE MAYO

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En la Ascensión del Señor quiero haceros llegar la luz y sabiduría de San Agustín en primer lugar:



Sermón sobre la Ascensión del Señor



Sermón 98, Sobre la Ascensión del Señor, 1-2: PLS 2, 494-495


Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo


“Hoy nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si habéis sido resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Pues, del mismo modo que él subió sin alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con él allí, aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se nos promete.


Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me disteis de comer. ¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él, descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él.
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Él, cuando bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al volver al cielo. Él mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba con nosotros, pues que afirma: Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.
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En este sentido dice el Apóstol: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. No dice: «Así es Cristo», sino: Así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros. Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la divinidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza."
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“Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Con estas palabras, Jesús se despide de los Apóstoles, como acabamos de escuchar en la primera lectura. Inmediatamente después, el autor sagrado añade que “fue elevado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9). Es el misterio de la Ascensión, que hoy celebramos solemnemente. Pero ¿qué nos quieren comunicar la Biblia y la liturgia diciendo que Jesús “fue elevado”? El sentido de esta expresión no se comprende a partir de un solo texto, ni siquiera de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la Sagrada Escritura. En efecto, el uso del verbo “elevar” tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el mundo.
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Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús “fue elevado” (Hch 1, 9), y luego se añade que “ha sido llevado” (Hch 1, 11). El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la nube que “lo ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de “sentarse a la derecha de Dios”.

En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El “cielo”, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.
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Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén “con gran gozo” (Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.

Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon “con gran gozo”. Al igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de los “dos hombres vestidos de blanco”, no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo, debemos ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus mismas palabras, con las que concluye el Evangelio según san Mateo: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
 El carácter histórico del misterio de la resurrección y de la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la condición trascendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la ausencia de su Señor “desaparecido”, sino que, por el contrario, encuentra la razón de su ser y de su misión en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, una presencia que actúa con la fuerza de su Espíritu. En otras palabras, podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar la vuelta de un Jesús “ausente”, sino que, por el contrario, vive y actúa para proclamar su “presencia gloriosa” de manera histórica y existencial. Desde el día de la Ascensión, toda comunidad cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentándose con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su Señor. Esta es la condición de la Iglesia —nos lo recuerda el concilio Vaticano II—, mientras “prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva” 
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La solemnidad de este día nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia real de Jesús en la historia; sin él, no podemos realizar nada eficaz en nuestra vida y en nuestro apostolado. Como recuerda el apóstol san Pablo en la segunda lectura, es él quien “dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, (…) en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 11-12), es decir, la Iglesia. Y esto para llegar “a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios” (Ef 4, 13), teniendo todos la vocación común a formar “un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que estamos llamados” (Ef 4, 4). En este marco se coloca mi visita que, como ha recordado vuestro pastor, tiene como fin animaros a “construir, fundar y reedificar” constantemente vuestra comunidad  en Cristo. ¿Cómo? Nos lo indica el mismo san Benito, que en su Regla recomienda no anteponer nada a Cristo: “Christo nihil omnino praeponere” (LXII, 11).
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En esta celebración resuena el eco de la exhortación de san Benito a mantener el corazón fijo en Cristo, a no anteponer nada a él. Esto no nos distrae; al contrario, nos impulsa aún más a comprometernos en la construcción de una sociedad donde la solidaridad se exprese mediante signos concretos. Pero ¿cómo? La espiritualidad benedictina, que conocéis bien, propone un programa evangélico sintetizado en el lema: ora et labora et lege, la oración, el trabajo y la cultura.
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Ante todo, la oración, que es el legado más hermoso de san Benito a los monjes, pero también a nuestra Iglesia,  alojado durante siglos en la misma abadía de Montecassino  la fe y la cultura propagada por los benedictinos y en toda Europa y a todos vosotros, que vivís en estas tierras. Elevando la mirada desde cada pueblo y aldea , podéis admirar esa referencia constante al cielo que es el monasterio de Montecassino, se repite a diario por el testimonio de la vida de los monjes y en cada monasterio de hijos de San Benito por todo el mundo.
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La oración, a la que cada mañana la campana de san Benito invita a los monjes con sus toques graves es el sendero silencioso que nos conduce directamente al corazón de Dios; es la respiración del alma, que nos devuelve la paz en medio de las tormentas de la vida. Además, en la escuela de san Benito, los monjes han cultivado siempre un amor especial a la Palabra de Dios en la lectio divina, que hoy es patrimonio común de muchos. Sé que vuestra Iglesia diocesana, haciendo suyas las indicaciones de la Conferencia episcopal italiana, dedica gran atención a la profundización bíblica; más aún, ha inaugurado un itinerario de estudio de las Sagradas Escrituras, consagrado este año al evangelista san Marcos, y que proseguirá en el próximo cuatrienio, para concluir, si Dios quiere, con una peregrinación diocesana a Tierra Santa. Que la escucha atenta de la Palabra divina alimente vuestra oración y os convierta en profetas de verdad y de amor, a través de un compromiso común de evangelización y promoción humana.
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Otro eje de la espiritualidad benedictina es el trabajo. Humanizar el mundo laboral es típico del alma del monaquismo, y este es también el esfuerzo de cada monje benedictino, que procura estar al lado de los numerosos trabajadores con el lema Ora et Labora.
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A este propósito, ¿cómo no recordar que la familia tiene hoy urgente necesidad de que se la proteja mejor, puesto que está fuertemente amenazada en las raíces mismas de su institución? Pienso también en los jóvenes que difícilmente logran encontrar una actividad laboral digna que les permita formar una familia, atesorando esa extraordinaria experiencia espiritual, sed levadura evangélica entre vuestros amigos y coetáneos; con la fuerza del Espíritu Santo, sed los nuevos misioneros en esta tierra,evangelizada y culturizada por los hijos de san Benito.
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Por último, también forma parte de nuestra tradición la atención al mundo de la cultura y de la educación. El célebre archivo y la biblioteca de cada  monasterio benedictino y que  recogen innumerables testimonios del compromiso de hombres y mujeres que han meditado y buscado cómo mejorar la vida espiritual y material del hombre. En nuestros monasterios  se palpa el “quaerere Deum”, es decir, el hecho de que la cultura europea ha sido la búsqueda de Dios y la disponibilidad a escucharlo. Y esto vale también en nuestro tiempo. 

En el actual esfuerzo cultural orientado a crear un nuevo humanismo, nosotros, fieles a la tradición benedictina, con razón también queremos  subrayar la atención al hombre frágil, débil, a las personas discapacitadas y a los inmigrantes. 

 No es difícil percibir que en nuestras comunidades, esta porción de Iglesia que vive en torno a la tradición y Regla de San Benito, es heredera y depositaria de la misión, impregnada del espíritu de san Benito, de proclamar que en nuestra vida nadie ni nada debe quitar a Jesús el primer lugar; la misión de construir, en nombre de Cristo, una nueva humanidad caracterizada por la acogida y la ayuda a los más débiles.
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Que os ayude y acompañe nuestro santo patriarca, San Benito, con santa Escolástica, su hermana; y que os protejan vuestros santos patronos y, sobre todo, María, Madre de la Iglesia y Estrella de nuestra esperanza que en Mayo celebramos con especial amor. Amén.
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