19 julio 2014

DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

La presencia del mal en el mundo  es un hecho innegable: el mal físico, el mal moral, el pecado. Es, sobre todo, el sufrimiento de los inocentes lo que plantea al creyente serios cuestionamientos que ponen a prueba su fe, siempre quedará pendiente de resolver la cuestión ¿Por qué existe al mal? No se trata de justificar la obra de Dios, sino de tratar de comprender el misterio del mal. No hay una respuesta racional que satisfaga plenamente al hombre. 
 


El evangelio de este domingo (Cf., Mt 13, 24-43) nos presenta tres parábolas a través de las cuales Jesús nos habla del Reino de Dios: la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30), el grano de mostaza (Mt 13, 31-32), y la levadura (Mt 13, 33). El domingo pasado se nos habló de la parábola del sembrador. Esta vez centraremos nuestra reflexión en la parábola del trigo y la cizaña, la misma que de alguna manera nos plantea el problema de la coexistencia del bien y el mal en el mundo.
 
 
Según esa parábola (Cf., Mt 13, 24-30) se nos habla de un hombre que sembró en su campo buena semilla de trigo; pero al poco tiempo vio que había crecido una mala hierba que él no había sembrado; los obreros le dijeron al patrón ¿De dónde ha salido esa mala hierba? ¿Quieres que vayamos a arrancarla? Cualquiera hubiera esperado que el patrón ordenase arrancar la mala hierba, pero no fue así. Como en el caso de la parábola del sembrador, en esta parábola Jesús mismo nos explica su significado (Cf., Mt 13, 36-43): Jesús es el sembrador de la buena semilla el campo es el mundo; la buena semilla son los que están de parte del Señor, la mala hierba son los que están de parte del maligno, la cosecha es el fin del mundo. Con esto se nos dice que el mal estará presente hasta el final de la historia humana. El hombre no podrá construir el paraíso en la tierra pretendiendo arranca el mal.
 La utopía de un mundo en el que no exista sufrimiento, llanto ni dolor, es recogida en la Biblia en las descripciones que se hacen del reino escatológico (Cf., Is 11, 6-9; 25, 6-8; 35, 5-8). Todos anhelamos una sociedad justa y humanitaria; sin embargo, la realidad nos remite a un mundo marcado por el signo del mal, sufrimiento, dolor. El creyente, sin embargo, vive de la esperanza de un mundo mejor. Algunos quisieran acelerar la llegada de ese mundo, construir un paraíso en la tierra, desterrar a los impíos. En la historia de la Iglesia han existido movimientos que han querido constituir una comunidad de los puros o gente buena, tratando de expulsar a los pecadores. Aún hoy en día todavía hay quienes piensan de ese modo. Frente a esas actitudes puritanas Jesús nos presenta la parábola del trigo y la cizaña o mala hierba. Dios no quiere, ciertamente la presencia del mal en el mundo, ni menos Él es responsable de la existencia de esos males. Dios sólo siembra buena semilla; si hay mala hierba esa no es una obra suya.
Hay muchos que tienen la tentación de dividir a las personas en dos grandes grupos: los buenos, y los malos que deben ser condenados o eliminados; y, por su puesto, los que hacen esta división se ubican siempre en el grupo de los buenos, los malos serían los otros, los que no comulgan con nuestras ideas o modos de actuar. Una vez hecha esta división es muy fácil tomar actitudes intolerantes contra esos que hemos considerados responsables del mal: se les quiere, finalmente,  eliminar de en medio. Hay gente que se pregunta ¿Por qué permite Dios que existan esos que consideramos ‘malos’? Jesús nos dice que el trigo crece junto con la mala hierba y que es peligroso pretender arrancar la mala hierba porque se puede también arrancar el trigo. Hay quienes en su afán de querer arrancar la mala hierba terminan también arrancando el trigo. No existe campo alguno donde solo germine el buen grano.
La parábola de Jesús es una invitación a la tolerancia frente al otro, a no condenar a los demás y querer hacernos justicia con nuestras propias manos, a dejar de lado la hipocresía, el fariseísmo y reconocer nuestra condición humana marcada también con el signo del pecado. Cada uno de nosotros tiene algo de trigo y algo de cizaña, pecado y gracia. Nadie es justo delante de Dios. El señor nos tiene paciencia y nos da siempre nuevas oportunidades para ir desterrando de nuestra propia vida lo que puede haber de cizaña, es decir, el pecado. Dios, sin duda, hará justicia, pero Él sabe cuándo hacerlo. El llamado de Jesús a la paciencia, a la tolerancia, no significa, desde luego, una condescendencia con el mal; pero, no se puede asumir actitudes puritanas, sectarias, de creerse buenos y condenar a los otros, creer que estamos convertidos y que son los otros los que necesitan convertirse.
El que juzga, el que condena o desprecia al otro y se considera a sí mismo como ‘puro’, se parece a los fariseos contra quienes Jesús tiene palabras muy duras (Cf., Mt 23, 13ss). Resulta absurdo pretender demostrar las propias virtudes denunciando los vicios ajenos. Nadie puede pretender usurpar la tarea de juzgar que corresponde a Dios. Nadie, es verdad, puede hacerse cómplice del mal o guardar un silencio culpable ante las injusticias que se cometen; pero una cosa es luchar contra el mal y otra condenar a las personas considerándonos a nosotros mismos como los ‘buenos’, los ‘justo’, los ‘puros’.
 Es necesaria una buena dosis de tolerancia con nosotros mismos y con los demás; tenemos que aprender a tolerarnos, aceptarnos como somos, para poder tolerar y aceptar a los demás. Tolerancia consigo mismo es aceptación de sí mismo con humildad, no se trata de menospreciarse o vivir obsesionados con nuestros errores del pasado. La tolerancia con los otros, no es permisividad, relativismo moral o renuncia al sentido de la justicia; no significa resignación ante el mal, no significa agachar la cabeza, guardar silencio, o aplicar la filosofía del dejar hacer y dejar pasar. La tolerancia es ejercicio de la prudencia, paciencia, sabiduría. Dios expresa esa tolerancia con nosotros, pues siempre nos está dando nuevas oportunidades. El libro de la Sabiduría no nos dice que “Dios juzga con moderación y nos trata con gran indulgencia” (Sb 12, 18). El siempre da lugar al arrepentimiento. La parábola del trigo y la cizaña nos enseña que el mal está presente por obra del maligno hasta el final de los tiempos. Al final será Dios quien separe el trigo de la cizaña, es decir, no nos cabe a nosotros juzgar sino a Dios. Debemos confiar en la palabra del Señor que nos asegura que al final la justicia triunfará, “entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre.”(Mt 13, 43).
 La Iglesia, como decimos en el catecismo, es santa, pero necesitada de purificación, necesita ella misma convertirse y renovarse constantemente; ella abraza en su seno a los pecado­res; y todos debemos reconocernos pecadores. “En todos la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin del los tiempos” (Catecismo N.° 827). El hombre tiene necesidad de luchar para superar el mal presente en sí mismo y los males que afligen a la sociedad, de esa manera contribuye también al crecimiento del Reino de Dios; ese no es un esfuerzo vano, pero debe ser consciente que nunca podrá por sus solas fuerzas erradicar el mal, construir una auténtica paz sin la ayuda de Dios. La felicidad plena no es una obra exclusiva del hombre sino de Dios que pide la cooperación del hombre.
 El cristiano tiene una visión optimista de la historia humana, pues está convencido que al final el bien triunfará sobre el mal, la justicia sobre la injusticia, la verdad sobre la mentira. Es necesario cultivar la paciencia y la esperanza; pero solo tiene esperanza el que se compromete, no el que se cruza de brazos o se limita a lamentarse de la situación. Quien se entretiene demasiado tratando de arrancar la cizaña no tendrá tiempo para recoger el trigo.
 
Colofón: ¿Has encontrado en alguna comunidad cristiana o en alguna orden religiosa, ese espíritu de inquisidores -bien intencionados- que quieren arrancar la cizaña, como ellos lo creen, y que crean muros, barreras entre unos y otros, hemos visto los que han dejado de hablar y prohibir a los "suyos" ir, o recibir sacramentos , o la sola presencia donde están los que en su tribunal inquisitorial no son de los que piensan como ellos?  Desgraciadamente es probable que encuentres que la vocación de "inquisidores" no se ha acabado en la Iglesia, y se divide en grupos, con estrictas prohibiciones de vivir la caridad, la celebración o el diálogo, porque prefieren una ruptura total, como dicen ellos: "hay que congelar a los que no son como nosotros".  ¿Qué pensará el Señor, que hoy nos enseña la parábola de la cizaña? ¿qué pensará de los que ellos mismos se erigen en Jueces del Bien y del Mal y que condenan a sus hermanos y los destierran? Oremos mucho por estos inquisidores, que abundan más de lo que pensamos y que desvían a las almas del espíritu de la unidad, la caridad fraterna y la misericordia que son mandatos del Señor.

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