16 diciembre 2017

DOMINGO III DE ADVIENTO CICLO B- 17 DE DICIEMBRE


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Hemos oído en la antífona de entrada. “Estad siempre alegres en el Señor” Y en esta primera lectura, del Profeta Isaías, se nos repite la invitación a estar alegres porque el profeta desborda de gozo y de alegría con la presencia del Señor. El Espíritu Santo ha ungido a quien nos va a curar y a alegrar, a quien nos va a sacar de la cárcel para ser felices y libres.
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 El canto de la Virgen, el Magnificat, es nuestro salmo de hoy, el canto interleccional, que así se llama. Es una de las páginas más bellas de la Escritura y su cántico –o rezo-- como salmo da especial brillo a nuestra celebración eucarística en este tiempo de Adviento.
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 La alegre antífona que hemos escuchado al principio es del apóstol San Pablo y de su carta primera a los Tesalonicenses, que es la segunda lectura de hoy. Pero además Pablo de Tarso nos pide nos pide firmeza en nuestras creencias. El Señor está cerca. Esta espera en la llegada de nuestro Dios hecho niño debe ser un tiempo de esperanza y de consolidación de nuestras creencias. Debemos de estar llenos de fe y de dicha para mejor recibir al Señor que ya viene.
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 El evangelio de Juan que vamos a escuchar continuación nos narra con gran fuerza la historia de Juan, el Bautista, el precursor del Señor Jesús. Es el anuncio formal de Dios de que el Mesías está por llegar y, por tanto, hay que prepararlo todo, mejorar nuestros caminos y nuestras vidas. El gran momento está muy cerca.

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Los auténticos profetas del Antiguo Testamento fueron iluminando el camino para que el pueblo de Dios, Israel, pudiera conocer su misión: la de preparar el advenimiento de una nueva era en que todo cambiaría.
En medio de las dificultades, estrecheces y sufrimientos que el pueblo judío hubo de soportar en Babilonia, viéndose lejos de su tierra y sin esperanzas humanas de volver, los profetas les anunciaban que todo tenía un sentido, y que a su debido tiempo disfrutarían de una felicidad que en esas condiciones no les era dable imaginar.
Todo apuntaba a la venida de un Ungido, el Mesías, que vendría a dar cumplimiento a todas las promesas anunciadas desde antiguo, aunque su realización total no se cumpliría en este mundo.
No fue una simple coincidencia que Jesús, en la sinagoga de Nazaret, después de haber leído el pasaje que hoy nos trae la primera lectura, se identificara con las palabras del profeta, afirmando que se aplicaban a sí mismo.
El había venido a hacer realidad la redención, pero no sólo del pueblo de Israel, sino de todo el género humano. Esto tiene que ser causa de nuestra alegría, como nos dice san Pablo en la segunda lectura, ya que constituye la verdadera gran noticia que se hará realidad más allá de nuestra vida terrena.

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Por esa razón, afirma el apóstol, debemos abstenernos de todo mal, ya que Dios “no nos ha destinado para la cólera, sino para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo”.
La fe es la plena confianza que tenemos en las promesas que Jesús hizo realidad al entregarse por nosotros. Su muerte y resurrección nos abrió el camino hacia una eternidad maravillosa.
Pero, a pesar de que a veces las apariencias puedan engañarnos, haciéndonos creer que se trata de un “cuento de hadas”, y que al final de nuestra vida sólo encontraremos la nada, la Palabra de Dios nos asegura lo contrario. Viviremos y seremos felices para siempre.
La alegría debe ser una de las características del vivir cristiano. Cuando creemos que tenemos en Dios un Padre que nos ama y que quiere lo mejor para nosotros, sus hijos, no podemos temer que nos esté engañando.
Jesús no es un simple hombre que pudo haberse creído un iluminado, cayendo en la trampa de su propia ilusión.
Como leemos en el evangelio, Juan, el apóstol y evangelista nos presenta a Jesús como verdadero Dios, el Hijo, que existía desde toda la eternidad. El es la Palabra, por la que todo ha sido hecho. De su plenitud todos hemos recibido y la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Él.
Ese es también el testimonio del último profeta del Antiguo Testamento, Juan el Bautista, que resume todo lo que fue dicho anteriormente. Al señalar a Jesús como Aquel a quien teníamos que esperar, se nos dice claramente que sólo El, y nadie más que El, puede alcanzarnos la dicha que sobrepasará todos nuestros anhelos.

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Para recibir lo que El tiene para darnos, hemos de cambiar nuestras vidas, poniendo toda nuestra confianza totalmente en El.
No es el dinero, ni el poder, ni los placeres, ni nada que pertenezca a este mundo, lo que llenará las expectativas que todos tenemos en lo más profundo de nuestro ser.
Como diría san Agustín, hemos sido creados para El y no descansaremos hasta encontrarlo.
La vida eterna que Jesús ganó para nosotros al ofrendar su vida humana al Padre, entregándola en el altar de la cruz, es lo único que verdaderamente vale la pena. Pero es algo tan grande que muchos humanos nos rebelamos ante tanta grandiosidad, pensando que se trata de un engaño, de una ilusión, de una especie de droga que adormece nuestras vidas frente a la realidad de la muerte y la nada.
De ahí que haya ateos, que niegan la existencia de Dios, pues no pueden concebir que exista algo más allá de la muerte.
Otros no llegan a negar la existencia de un Ser Supremo, pero se niegan a pensar que sea capaz de ocuparse de nosotros, hasta el punto de darnos un futuro tan grandioso como lo es la promesa de nuestro Dios.

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¿Qué sería esta vida si todo terminara con la muerte? Algo trágicamente absurdo, que nos convertiría en animales salvajes que luchan por su supervivencia, dispuestos a sacrificar las vidas de los que puedan poner en peligro nuestra felicidad presente. Ejemplo de ello lo tenemos en tantos egoístas dedicados a toda clase de delincuencias.
Frente a esta concepción horrenda del mundo, está la promesa que Jesús vino a culminar con su venida. No somos seres abandonados en medio de un planeta perdido en el espacio, sino hombres y mujeres llamados a compartir una herencia divina.
Si somos capaces de aceptar el reto que nos lanza la Palabra Divina, y estamos dispuestos a confiar y a creer en lo que Ésta nos transmite, lograremos alcanzar lo inimaginable, aquello que muchos tienen por imposible, la gloria junto a nuestro Padre Dios.
No temamos, pues, hermanos, Entreguémonos y saltemos al vacío, con la plena confianza de que, al otro lado, una voz amiga nos dará la bienvenida: Entra al gozo de tu Señor.
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