23 diciembre 2017

DOMINGO IV DE ADVIENTO CICLO B

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Víspera gozosa de Nochebuena y Navidad. Los nombres de David y María que aparecen respectivamente en la primera lectura y en el Evangelio se alzan como centro y clave de la liturgia de este día, ya que constituyen dos modos diversos de interpretar el Adviento que toca a su fin y de vivir la ya inminente llegada de aquel a quien hemos esperado durante estas cuatro semanas.
Veamos, pues, qué nos quieren decir ambas figuras en la liturgia de este cuarto y último domingo de Adviento: al rey David lo vemos preocupado por construir un templo para el culto de Dios; María, en cambio, se hace disponible, ofreciendo un espacio interior de escucha y acogida. David, afanoso por llevar a cabo su proyecto, después de haber consultado a su consejero de confianza; María es capaz de introducirse en el proyecto de Dios, sin otro bagaje que una fe intrépida, y desde la entrega más completa, propia solamente de la criatura libre: He aquí la esclava del Señor (Lc 1, 38).
Ahora bien, los preparativos de David, aunque generosos y dictados por buenas intenciones, no son aceptados; Dios quiere otra cosa. Dios va más allá de los planes de los hombres. Su don supera infinitamente los deseos más audaces e “imposibles”. Dios no está de acuerdo con los sueños de grandeza del rey, que quiere hacer competencia a los templos más colosales que las otras naciones han alzado a sus divinidades. Más que habitar en una casa de piedras, Dios prefiere hacer de su pueblo la propia “casa”, y caminar con él. Dios prefiere las “piedras vivas” a los monumentos, dedicados a Él.

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Sólo cuando David deje de moverse, y repose en paz en la tumba, Dios llevará a efecto su plan, que pasa, no a través del templo soñado por él, sino a través de su descendencia. La lección es transparente: no hay que confundir las promesas de Dios con las previsiones y esperas de los hombres. Por otra parte, también nuestro Adviento tiene el peligro, con harta frecuencia, de asemejarse a la programación de David.
Muchos cristianos, efectivamente, andan atrapados por los preparativos de la fiesta y ya no tienen tiempo de prepararse para la llegada de Jesús. Hasta es posible que ni siquiera piensen en ella. Repasan ansiosamente la lista de los regalos; se preocupan de las recetas para la cena o la comida, el cava, los últimos retoques del nacimiento o de los adornos del árbol, un tanto ajeno a la Navidad. “Menos mal que la Navidad sólo se celebra una vez al año”, murmura alguien, al pisar el umbral de la casa con los brazos repletos de paquetes.
Es posible que en el último momento hayas caído en la cuenta, con angustia, de que algo ha faltado. En realidad, ha faltado Alguien con mayúscula, precisamente el que es el centro y motivo de la Fiesta. Aún más, faltas, sobre todo, tú misma o tú mismo. Y es que te afanas por preparar la Navidad; y no has caído en la cuenta de que debes prepararte para ella. Y esto podrías haberlo hecho en la espera orante del personaje insustituible, porque si falta Él, la fiesta no tiene sentido; las luces brillantes no hacen sino acentuar la oscuridad, el árbol jamás echará raíces, los regalos que exhibe se marchitarán rápidamente, la mesa quedará desoladamente pobre, a pesar de la abundancia, y el vestido sólo servirá para enmascarar desaliñadamente el vacío.

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Por suerte está ahí María. Ella es la que nos lleva a lo esencial, y nos conduce a la sencillez: con su silencio, con su actitud de escucha, con su capacidad de recibir, con su sublime pasividad. Dios tiene necesidad de ella. Él tiene necesidad de poder disponer de una criatura que no oponga resistencia a su acción, una criatura que se deje destruir sus posibles proyectos humanos, para participar en su plan inaudito. Una criatura que no diga: “he aquí lo que he pensado”, “he aquí lo que he decidido”, “he aquí lo que he preparado”; sino que diga sencillamente: he aquí la esclava del Señor (Lc 1, 38).
María de Nazaret ofrece a su Señor el único espacio del que Él tiene necesidad: su cuerpo, su persona, todo su ser. A Dios el templo de piedra le viene estrecho; solamente el templo de carne puede contener su grandeza; únicamente la pequeñez logra abrazar la grandeza divina. El espacio más minúsculo es el único apto para hospedar al infinito. María ha dispuesto el verdadero santuario que Dios esperaba, lejísimos de los proyectos espectaculares del rey David, sin ninguna pretensión de entrar en competencia con los templos más famosos de otros pueblos. Ella es el modelo, imítala.
En vísperas ya de la fiesta de Navidad, aún hay tiempo de ultimar los detalles que acaso han faltado; precisamente la Eucaristía de este domingo y el tiempo que transcurra hasta mañana nos ofrece la oportunidad, convencidos de que no se trata de preparar cosas sino de prepararnos nosotros. María y José no pudieron ofrecer a Jesús ni una cuna hermosa ni una casa limpia para su nacimiento, pero se ofrecieron ellos mismo y le acogieron desde la fe, que es la mejor acogida.
Celebrar en cristiano la Navidad es superar la perspectiva de una “fiesta de invierno” o de una “fiesta de familia” que son cosas muy saludables, pero no suficientes para dotar de pleno sentido a esta Fiesta. Celebrar la Navidad en cristiano es acoger, como María y José, lo profundo de ese Dios que se hace Dios-con-nosotros, ese Cristo Jesús que se ha hecho nuestro Hermano y quiere cambiar nuestra historia y permanecer con nosotros todos los días, hasta el final de los tiempos.

LaAnunciacion


María es, sin duda, junto a Juan el Bautista, Isaías y otros, la gran protagonista del Adviento. Ella es la mujer de la espera, la Virgen de la Esperanza; la mujer de la escucha, la Madre del Hágase; la mujer que supo dejar a Dios actuar en su vida, Madre, Maestra y Reina de los Apóstoles y de todos aquellos que estemos dispuestos a acoger a Jesús en nosotros y ser testigos de su amor.
El texto que con el que hoy rezaremos nos narra el anuncio a María del nacimiento de Jesucristo. Para ponernos en contexto, podemos decir que en la época de Jesús, en el siglo I, muchas personas pertenecientes al pueblo de Israel, especialmente los pobres, esperaannonciationban anhelantes la venida del Mesías. También María, José, Isabel, Zacarías… esperaban esta venida.
Nuestro relato comienza haciendo referencia al relato anterior: «Al sexto mes» (1,26). Se está refiriendo al sexto mes después del anuncio del nacimiento de Juan a Zacarías (Lc 1,5-25). Se trata de un día concreto en la vida de María; un día concreto y a la vez cualquiera. A ella, Dios le envía al ángel Gabriel, a una ciudad determinada de Galilea, llamada Nazaret.
María estaba desposada con José, un hombre de la casa de David, es decir, estaba prometida. Los desposorios era un acto mediante el cual el padre y los hermanos de la esposa por un lado, y el padre del esposo por otro, delante de testigos, se comprometían, mediante contrato, no sólo a la celebración del matrimonio, sino respecto a todo lo relativo a los regalos que se habían de hacer a los hermanos de la esposa y la cantidad que se tenía que pagar al padre de la esposa, la dote. Habitualmente, este acto se celebraba una año antes de la boda. La pareja comprometida se consideraban ya marido y mujer y se esperaba que fueran mutuamente fieles. Ese compromiso sólo podía romperse mediante un divorcio formal.

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El ángel Gabriel se hace presente en la vida de María, entra donde ella estaba, entra en ella. María siente la presencia de Gabriel, se encuentra con él y en su interior escucha el mensaje de gracia que él le trae. Ante aquel misterio, ante aquellas palabras, María queda desconcertada y se pregunta qué podría significar aquel saludo (1,29). ¿Qué significa esa atracción que siente hacia lo divino?¿aquella cercanía de Dios?¿aquel regalo de Dios? El Ángel le responde tranquilizándola: has hallado gracia delante de Dios (1,30); Dios se ha fijado en ti, para llevar a cabo su proyecto salvador, encarnándose en tu seno. Ella ha sido la elegida para ser la madre del Salvador, del esperado de los siglos, sobre todo por los pobres, los humildes, los pequeños.
Dios le revela su proyecto: concebir, dar a luz y ponerle a la criatura el nombre de Jesús. Un Jesús que es el Hijo del Altísimo, que reinará sobre la casa de David y cuyo Reino no tendrá fin (1,32s).
María no duda, pero no puede menos que preguntarse: ¿Cómo será posible eso?¿Cómo sucederá? Para Dios no hay nada imposible. María tendrá que acoger la obra de Dios en su ser y en su vida.
María responde no solo afirmativamente, sino que se abandona totalmente en las manos de Dios. Ella será instrumento en las manos de Dios para el cumplimiento de la promesa hecha a Israel y a toda la humanidad. Dios nunca abandona al ser humano; al contrario, quiere hacerse uno como nosotros, excepto en el pecado, para regalarnos la salvación.

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