05 enero 2018

SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÌA DEL SEÑOR 6 DE ENERO


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La Epifanía es una de las fiestas litúrgicas más antiguas, más aún que la misma Navidad. Comenzó a celebrarse en Oriente en el siglo III y en Occidente se la adoptó en el curso del IV. Epifanía, voz griega que a veces se ha usado como nombre de persona, significa "manifestación", pues el Señor se reveló a los paganos en la persona de los magos.
Tres misterios se han solido celebrar en esta sola fiesta, por ser tradición antiquísima que sucedieron en una misma fecha aunque no en un mismo año; estos acontecimientos salvíficos son la adoración de los magos, el bautismo de Cristo por Juan y el primer milagro que Jesucristo, por intercesión de su madre, realizó en las bodas de Caná y que, como lo señala el evangelista Juan, fue motivo de que los discípulos creyeran en su Maestro como Dios.
Para los occidentales, que, como queda dicho más arriba, aceptaron la fiesta alrededor del año 400, la Epifanía es popularmente el día de los reyes magos. En la antífona de entrada de la misa correspondiente a esta solemnidad se canta: "Ya viene el Señor del universo. en sus manos está la realeza, el poder y el imperio". El verdadero rey que debemos contemplar en esta festividad es el pequeño Jesús. Las oraciones litúrgicas se refieren a la estrella que condujo a los magos junto al Niño Divino, al que buscaban para adorarlo.
Precisamente en esta adoración han visto los santos padres la aceptación de la divinidad de Jesucristo por parte de los pueblos paganos. Los magos supieron utilizar sus conocimientos-en su caso, la astronomía de su tiempo- para descubrir al Salvador, prometido por medio de Israel, a todos los hombres.
 El sagrado misterio de la Epifanía está referido en el evangelio de san Mateo. Al llegar los magos a Jerusalén, éstos preguntaron en la corte el paradero del "Rey de los judíos". Los maestros de la ley supieron informarles que el Mesías del Señor debía nacer en Belén, la pequeña ciudad natal de David; sin embargo fueron incapaces de ir a adorarlo junto con los extranjeros. Los magos, llegados al lugar donde estaban el niño con María su madre, ofrecieron oro, incienso y mirra, sustancias preciosas en las que la tradición ha querido ver el reconocimiento implícito de la realeza mesiánica de Cristo (oro), de su divinidad (incienso) y de su humanidad (mirra).
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A Melchor, Gaspar y Baltasar -nombres que les ha atribuido la leyenda, considerándolos tres por ser triple el don presentado, según el texto evangélico -puede llamárselos adecuadamente peregrinos de la estrella. Los orientales llamaban magos a sus doctores; en lengua persa, mago significa "sacerdote". La tradición, más tarde, ha dado a estos personajes el título de reyes, como buscando destacar más aún la solemnidad del episodio que, en sí mismo, es humilde y sencillo. Esta atribución de realeza a los visitantes ha sido apoyada ocasionalmente en numerosos pasajes de la Escritura que describen el homenaje que el Mesías de Israel recibe por parte de los reyes extranjeros.

La Epifanía, como lo expresa la liturgia, anticipa nuestra participación en la gloria de la inmortalidad de Cristo manifestada en una naturaleza mortal como la nuestra. Es, pues, una fiesta de esperanza que prolonga la luz de Navidad.

Esta solemnidad debería ser muy especialmente observada por los pueblos que, como el nuestro, no pertenecen a Israel según la sangre. En los tiempos antiguos, sólo los profetas, inspirados por Dios mismo, llegaron a vislumbrar el estupendo designio del Señor: salvar a la humanidad entera, y no exclusivamente al pueblo elegido.

Con conciencia siempre creciente de la misericordia del Señor, construyamos desde hoy nuestra espiritualidad personal y comunitaria en la tolerancia y la comprensión de los que son distintos en su conducta religiosa, o proceden de pueblos y culturas diferentes a los nuestros.

Sólo Dios salva: las actitudes y los valores humanos, la raza, la lengua, las costumbres, participan de este don redentor si se adecuan a la voluntad redentora de Dios, "nunca" por méritos propios. Las diversas culturas están llamadas a encarnar el evangelio de Cristo, según su genio propio, no a sustituirlo, pues es único, original y eterno.

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    El signo que muestran las lecturas de hoy es el de la luz. El profeta Isaías no deja de gritar, anunciando un amanecer luminoso, a ese pueblo que, como nosotros, siente la oscuridad de la condición humana; y les hace ver que la claridad se extiende a todo el universo.

 El salmo 71 fue compuesto en su origen para festejar a un gran rey de Israel, pero con el tiempo se le fue dando un sentido de profecía mesiánica que es como lo interpretamos nosotros hoy en este día de la Epifanía del Señor.

Todos los hombres serán adoradores de un mismo Dios, nos dice la segunda lectura. San Pablo en su Carta a los Efesios habla de la revelación del Espíritu Y es ya hora de que, unidos, nos sentemos a la misma mesa y compartamos el mismo pan. Pues, sólo así, la comunidad cristiana iniciará una vida nueva a través de los sacramentos; siendo en todo momento testimonio de la Epifanía de Cristo.

La manifestación de Dios a los hombres sabios y lejanos es lo que nos cuenta Mateo en el Evangelio. Y el asombro de quienes no quisieron ver al Señor en Belén se hace manifiesto cuando los Magos preguntan por Él. Ojalá, nosotros veamos también la estrella, nuestra estrella, la que nos conduce directamente a cumplir nuestra misión como cristianos.

La fiesta de Epifanía es continuación del misterio de Navidad; pero se presenta en el ciclo litúrgico con una grandeza. Su nombre, que significa Manifestación, indica bien claramente que su objeto es honrar la aparición de un Dios en medio de los hombres.
Efectivamente, durante muchos siglos se dedicó este día a la celebración del Nacimiento del Salvador; y cuando los decretos de la Santa Sede obligaron a todas las Iglesias a celebrar en lo sucesivo con Roma, el misterio de Navidad el día 25 de diciembre, el 6 de enero no quedó del todo privado de su antigua gloria. Conservó el nombre de Epifanía con el glorioso recuerdo del Bautismo de Jesucristo, cuyo aniversario fija una tradición en este día.
La Iglesia griega da a esta fiesta el misterioso y venerable nombre de Teofanía, nombre célebre en la antigüedad para significar una Aparición divina. Se halla este vocablo en Eusebio, en San Gregorio de Naeianzo, en San Isidoro de Pelusa; es el nombre propio de esta fiesta en los libros litúrgicos de la Iglesia griega.
Los Orientales la llaman aún las Santas Luces, a causa del Bautismo que se administraba antiguamente en este día, en memoria del Bautismo de Jesucristo en el Jordán. Es sabido que los Padres llamaban al Bautismo, Iluminación y a los que lo recibían, iluminados.
Nosotros la llamamos familiarmente, Fiesta de Reyes, en recuerdo de los Magos, cuya llegada a Belén se conmemora de un modo particular en este día.

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La Epifanía participa con las fiestas de Navidad, Pascua, la Ascensión y Pentecostés del honor de ser calificada de día santísimo, en el canon de la Misa; se la considera como una de las fiestas cardinales, es decir, una de las fiestas sobre las que descansa la economía del Año litúrgico. De ella toma su nombre una serie de seis Domingos, lo mismo que otras toman el título de Domingos de Pascua o Domingos de Pentecostés.
A consecuencia del Concordato hecho en 1801 entre Pío VII y el Gobierno francés, el legado Caprara, llegó a una reducción de fiestas, y la piedad de los fieles vió con gran pena suprimidas muchas de ellas. Fueron numerosas las que, sin ser suprimidas, se trasladaron al Domingo siguiente. Epifanía fué una de ellas, de manera que cuando el 6 de enero no cae en Domingo, nuestras Iglesias (el autor habla de Francia)[1] aplazan hasta el próximo domingo el esplendor católico. Esperemos que luzcan días mejores para nuestra Iglesia, y que un futuro más afortunado nos devuelva el gozo de que nos privó durante un tiempo la prudente condescendencia de la Santa Sede.
Es, pues, un gran día la fiesta de la Epifanía del Señor; la alegría causada por la Natividad del Niño Dios, debe seguir aumentando en esta fiesta. En efecto, los nuevos destellos de Navidad nos muestran con un nuevo esplendor; la gloria del Verbo Encarnado; y sin hacernos perder de vista los inefables encantos del divino Niño, manifiestan en todo el brillo de su divinidad, al Salvador que amorosamente se nos ha mostrado. Los pastores no son los únicos llamados por los Angeles a reconocer al VERBO HECHO CARNE; también el género humano, y la naturaleza entera son invitados por la misma voz de Dios a adorarle y escucharle.
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MISTERIOS DE ESTA FIESTA. — Ahora bien, en medio de los misterios de su divina Epifanía, tres rayos del Sol de justicia descienden hasta nosotros. En el ciclo de la Roma pagana, este día, 6 de enero, estuvo dedicado a celebrar el triple triunfo de Augusto, autor y pacificador del Imperio; pero cuando nuestro Rey pacífico cuyo imperio es eterno y no tiene limites, decidió la victoria de su Iglesia por medio de la sangre de sus mártires, la Iglesia juzgó con la divina Sabiduría que la asiste, que un triple triunfo del Emperador inmortal, debía sustituir en el nuevo ciclo, a las tres victorias del hijo adoptivo de César. Así pues, la memoria del Nacimiento del Hijo de Dios quedó asignada al día 25 de diciembre; pero, en cambio, en la ñesta de Epifanía vinieron a juntarse tres manifestaciones de la gloria de Cristo: el misterio de los Magos venidos de Oriente, guiados por la estrella, para honrar la realeza divina del. Niño de Belén; el misterio del Bautismo de Cristo, proclamado Hijo de Dios en las aguas del Jordán, por la voz del mismo Padre celestial; y, por ñn, el misterio del divino poder de Cristo, que convirtió el agua en vino en el banquete simbólico de las bodas de Caná.
¿Es también el aniversario de su realización, el día dedicado a la memoria de estos tres prodigios? Es cuestión debatida. Pero, bástales a los hijos de la Iglesia el que ella haya fijado en el día de hoy la conmemoración de estas tres manifestaciones para que sus corazones celebren con entusiasmo los triunfos del Hijo divino de María.
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Si pasamos ahora a considerar en particular las varias facetas que ofrece el objeto de esta fiesta, observaremos al instante que, de los tres misterios que honra la Iglesia en este día, la adoración de los Magos es el subrayado con mayor complacencia. La mayoría de los cantos del Oficio y de la Misa están destinados a celebrarlo, y los dos grandes Doctores de la Sede Apostólica, San León y San Gregorio, en sus Homilías sobre esta fiesta, parece que han querido insistir únicamente en ese punto, aunque no dejen de reconocer con San Agustín, San Paulino de Nola, San Máximo de Turín, San Pedro Crisólogo, San Hilario de Arlés y San Isidoro de Sevilla, el triple misterio de Epifanía. El motivo de esta preferencia de la Iglesia Romana por el misterio de la vocación de los Gentiles, se funda en que es sumamente glorioso para Roma, la cual, de cabeza de la gentilidad, había pasado a ser Cabeza de la Iglesia cristiana y de la. humanidad, gracias a la celestial vocación que hoy, y en la persona de los Magos, llama a todos los pueblos a la admirable luz de la fe.
La Iglesia griega no hace hoy mención especial de la adoración de los Magos, sino que une este misterio al del Nacimiento del Salvador en sus Oficios de Navidad. Todas sus alabanzas, en la fiesta de hoy, tienen por objeto único el Bautismo de Jesucristo.
La Iglesia latina celebra el segundo misterio de la Epifanía junto con los dos restantes, el 6 de enero. En el Oficio de hoy se le menciona con frecuencia; pero, lo que más llama la atención de la Roma cristiana es la llegada de los Magos ante la cuna del nuevo Rey; por eso, era santificación de las aguas, para que fuese su memoria dignamente honrada. El día escogido por la Iglesia de Occidente para honrar de un modo especial el Bautismo del Salvador, fué la Octava de Epifanía.
Lo mismo ocurrió con el tercer misterio de Epifanía, un tanto eclipsado por el esplendor del primero, aunque recordado repetidas veces en los cantos de esta fiesta; su celebración particular, fué trasladada a otro día, es decir al segundo domingo después de Epifanía.
Muchas Iglesias asociaron al misterio de la; conversión del agua en vino, el de la multiplicación de los panes, que tiene muchas analogías con el primero, y en el que el Salvador manifestó también su poder divino; pero la Iglesia Romana, aunque toleró esa costumbre en los ritos Ambrosiano y Mozárabe, no lo admitió nunca en el suyo, con el fin de conservar el día 6 de enero, el número de tres que debe señalar en el ciclo los triunfos de Cristo; y también porque San Juan nos enseña en su Evangelio que el milagro de la multiplicación de los panes se. realizó en la proximidad de la Pascua, lo que de ningún modo podría convenir a la época del año en que se celebra la Epifanía. Démonos, pues, de lleno al regocijo en tan bello día, y en esta fiesta de la Teofanía, de las santas Luces, de los Reyes Magos, consideremos con amor el brillo deslumbrante de nuestro Sol divino que sube con pasos de gigante, como dice el Salmista (Salmo XVIII), y que derrama sobre nosotros sus oleadas de luz, dulce y esplendorosa. Los pastores que acudieron a la voz del Angel han visto ya reforzado su fiel grupito; el príncipe de los Mártires, el Discípulo amado, la virginal cohorte de los Inocentes, el glorioso Santo Tomás, San Silvestre, el patriarca de la paz, no son ya los únicos en velar ante la cuna del Emmanuel; sus filas se abren ahora para dar paso a los Reyes de Oriente, portadores de los votos y adoraciones de toda la humanidad. El humilde establo es ya estrecho para tan gran concurrencia; Belén aparece amplio como el universo. María, trono de la divina Sabiduría, acoge con su graciosa sonrisa de Madre y Reina a todos los miembros de esta corte; presenta a su Hijo a la adoración de la tierra y a las complacencias del cielo. Dios se manifiesta a los hombres porque es grande; mas se manifiesta por medio de María porque es misericordiosa.
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RECUERDOS HISTÓRICOS. — En los primeros siglos de la Iglesia, hallamos dos notables sucesos ocurridos en esta fecha memorable que nos reúne al rededor del Rey pacífico. El 6 de enero de 361, el César Juliano, apóstata ya en su corazón, se encontraba en Viena de las Galias, la víspera de subir al trono imperial que pronto iba a dejar vacante la muerte de Constancio. Necesitaba todavía del apoyo de aquella Iglesia cristiana, en la que se decía, había incluso recibido el grado de Lector, y a la que a pesar de todo se disponía a atacar con la astucia y ferocidad del tigre. Nuevo Herodes, astuto como el antiguo, quiso también en este día de Epifanía acudir a adorar al Rey recién nacido. Según el relato de su panegirista Amiano Marcelino, se vió al coronado filósofo salir del impío santuario donde consultaba secretamente a los arúspices, y entrar luego en los pórticos de la Iglesia, y en medio de la asamblea de los .fieles ofrecer al Dios de los cristianos un homenaje tan solemne como sacrilego.
Once años más tarde, en 372, otro emperador penetraba también en la Iglesia, en esta misma fiesta de Epifanía. Era Valente, cristiano por el bautismo como Juliano, pero perseguidor, en nombre del arrianismo, de aquella misma Iglesia que Juliano atacaba en nombre de sus dioses impotentes y de su vana filosofía. La evangélica libertad de un santo Obispo derribó a Valente a los pies de Cristo Rey, el mismo día en que la diplomacia había obligado a Juliano a inclinarse ante la divinidad del Galileo.
Acababa de salir San Basilio de su célebre entrevista con el prefecto Modesto, en la cual había logrado salir vencedor de la violencia del mundo, gracias a la libertad de su temple de Obispo. Llega Valente a Cesarea, rebosando impiedad arriana su corazón y se dirige a la basílica donde el Pontífice está celebrando con su pueblo la gloriosa Teofanía. "Pero, como dice elocuentemente San Gregorio Nacianceno, a penas hubo pasado el emperador el umbral del sagrado recinto, cuando el canto de los salmos resonó en sus oídos como un trueno. Contempla con estremecimiento a la muchedumbre de los fieles semejantes a un mar. El orden y la belleza del santuario brillan a su vista con una majestad más angélica que humana. Pero lo que mayor impresión le causa, es aquel Arzobispo, de pie en presencia de su pueblo, con el cuerpo, los ojos y el alma tan serenos como si nada hubiera pasado, entregado por entero a Dios y al altar. Valente contempla también a los ministros sagrados, inmóviles en su recogimiento, invadidos por el santo respeto de los Misterios. Nunca había asistido el Emperador a un espectáculo tan augusto; su vista se nubla, se le inclina la cabeza y su alma se halla embargada de admiración y espanto."
El Rey de los siglos, Hijo de Dios e Hijo de María, había vencido. Valente observa que se desvanecen sus proyectos de violencia contra el santo Obispo; y si en aquel momento no adoró, al Verbo consusbtancial al Padre, al menos unió su homenaje externo al de la grey de Basilio. Al Ofertorio, se adelantó hacia el altar y presentó sus dones a Cristo en la persona de su Pontífice. Y estaba tan visiblemente nervioso ante el temor de que Basilio no los quisiese aceptar, que los ministros del templo tuvieron que sostenerle con sus brazos para que, en su azoramiento, no cayera al pie mismo del altar.
De este modo fué honrada en esta gran solemnidad la Realeza del Salvador recién nacido por los poderosos de este mundo a quienes se vió, conforme a la profecía del salmo, derribados y lamiendo la tierra a sus pies. (Salmo LXXI.)
No obstante, debían venir nuevas generaciones de emperadores y reyes que doblarían su rodilla y ofrecerían a Cristo Rey el homenaje de un corazón rendido y ortodoxo. Teodosio, Carlomagno, Alfredo el Grande, Esteban de Hungría, Eduardo el Confesor, Enrique II el Emperador, Fernando de Castilla, Luis IX de Francia fueron grandes devotos de este día; y tuvieron a gala presentarse con los Reyes Magos a los pies del divino Niño, para ofrecerle como ellos sus tesoros.
En la corte de Francia (según testimonio del continuador de Guillermo de Nangis) se conservó hasta el año 1378 y más adelante, la costumbre de que el Rey cristianísimo, al llegar el ofertorio, ofreciese como tributo al Emmanuel, oro, incienso y mirra.

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COSTUMBRES. — Mas la presentación de los tres místicos dones de los Magos no era costumbre exclusiva de la corte de los reyes; en la edad media la piedad de los fieles ofrecía también al sacerdote para que los bendijese en la fiesta de Epifanía, oro, incienso y mirra, conservándose en honor de los tres Reyes estas señales sensibles de su devoción para con el Hijo de María como prenda de bendición para las casas y familias. En algunas diócesis de Alemania se ha conservado esta costumbre.
Otra práctica inspirada también en la ingenua piedad de los tiempos de fe, ha subsistido durante más tiempo. Con el fin de honrar la realeza de los Magos llegados de Oriente para ver al Niño de Belén, se elegía un Rey a suertes en cada familia, al llegar esta fiesta de Epifanía. En un banquete animado de la más sana alegría y que recordaba el de las bodas de Galilea, se partía un pastel; una de sus partes servía para señalar al invitado sobre el que debía recaer la pasajera realeza. Las otras dos partes del pastel eran separadas para ofrecérselas al Niño Jesús y a María, en la persona de los pobres, los cuales de esta manera participaban también del triunfo del Rey pobre y humilde. Una vez más las alegrías familiares se mezclaban con las religiosas; los lazos naturales, de la amistad del vecindario, se estrechaban en torno a esta mesa de los Reyes; mas si algunas veces no se celebraba tal festín, con todo eso, la idea cristiana, permanecía viva en el fondo de los corazones.
Dichosas aún hoy las familias en cuyo seno se celebra la fiesta de Reyes con un sentido cristiano. Durante mucho tiempo, un falso celo clamó contra estas prácticas ingenuas en las que la seriedad de los pensamientos de la fe, iba unida a las expansiones de la vida doméstica; bajo pretexto de peligro de excesos se atacó a estas tradiciones de familia, como si los banquetes ajenos a toda idea religiosa estuvieran más libres de intemperancias. Merced a un descubrimiento, difícil tal vez de justificar, se llegó a pretender que el pastel de Epifanía y la inocente realeza que le acompaña, no eran más que una imitación de las Saturnales paganas, como si fuera la primera vez que las antiguas fiestas paganas sufrían una transformación cristiana. El resultado de esta imprudente táctica debía ser y fué en este punto, lo mismo que en otros muchos, el alejar de la Iglesia las costumbres familiares el desterrar de nuestras tradiciones las manifestaciones religiosas, y el contribuir a la llamada secularización de la sociedad.

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Mas, volvamos ya a contemplar el triunfo del Real Niño, cuya gloria brilla en este día con tanto esplendor. La Santa Iglesia va a iniciarnos por sí misma en los misterios que vamos a celebrar. Revistámonos de la fe y de la obediencia de los Magos; adoremos con el Precursor al Divino Cordero sobre el cual se abren los cielos; tomemos asiento .en el místico convite de Caná, presidido por nuestro Rey, tres veces manifestado, y tres veces glorioso. Mas, no perdamos de vista al Niño de Belén en los dos últimos prodigios; y no dejemos tampoco de ver en El al gran Dios del Jordán, y al Señor de los elementos.

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En la Catedral de Colonia podemos visitar el sepulcro de los Reyes Magos
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