08 febrero 2020

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

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MATEO 5, 13-16. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo».

Pocas cosas parece que han cambiado desde que el profeta Isaías lanzaba en nombre de Dios su grito y su denuncia al pueblo hebreo; parece que hoy también sigue gritándonos y van dirigidas a nosotros.
 
El pueblo de Israel, que era un pueblo basado fundamentalmente en la fe en Dios, que había contado con su presencia siempre, que había cumplido todo lo que tanto los jueces, los reyes o los profetas le comunicaban en nombre de Dios. Dios era el centro de la vida del pueblo. No hacían nada sin recurrir El. Sin embargo, Isaías les echa en cara, que han centrado demasiado esa presencia refugiándose en el culto, en los holocaustos, en las paredes del Templo, y han olvidado otras cosas, otras dimensiones que son fundamentales. Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador, cuando partas tu pan con el hambriento, clamarás al Señor y El te responderá. Estas palabras tan duras de Isaías, indican que la religiosidad del pueblo de Israel estaba equivocada a los ojos de Dios. Que se habían equivocado a la hora de intentar vivir como Dios quería.
 
Demos un salto de casi XXV siglos desde la predicación de Isaías, y veamos que es lo que esta palabra de Dios me quiere decir a mi, hoy, en este momento concreto de mi vida. Podemos seguir empeñados en pretender cambiar el mundo sólo con la recitación de unas fórmulas aprendidas, podemos pretender que con el mero cumplimiento de unos preceptos ya hacemos lo suficiente, podemos refugiarnos en la confianza ciega de aquel que no hace nada, esperando que le salve la divinidad.
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Ese no es el Dios en el que nosotros creemos. Nuestro Dios es aquel que utilizó los labios de Isaías, para indicarnos nuestra equivocación, es aquel que nos envió a su Hijo y nos enseñó el camino. Para que hoy yo clame al Señor y me escuche tengo que acercarme al necesitado, que sí que los hay, siempre hay alguien que necesita de mi presencia, no solo para que lo ayude económicamente, hay gente que necesita de mi cercanía, de mi ayuda, de mi sonrisa, de mi mano en el hombro, y yo por mi egoísmo, por mi soberbia, por mi dejadez, por el que dirán le doy de lado. Cuando yo me atreva a cambiar mi corazón, y lo haga mas misericordioso, sencillo, limpio, compasivo, tierno, entonces clamaré al Señor y el me escuchara, y yo notaré su presencia junto a mí. Mientras me refugie en otras cosas, que no hagan realidad esto, el Señor aunque me espere, porque siempre me espera, siempre espera mi cambio, el Señor no estará contento conmigo.
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San Mateo, en el evangelio nos sigue insistiendo en lo importante del testimonio en la vida del cristiano. Yo tengo que ser luz y sal para los que me rodean. ¿Pero como voy a ser luz para los otros si me vela esta apagada?, ¿cómo voy a ser sal, si mi comportamiento es insípido?. Parece que solo nos queda reconocer ante el Señor, nuestra falta de autenticidad en lo que dice relación a nuestra fe. Somos creyentes, porque estamos bautizados, pero nuestra conducta no demuestra esa realidad, el peso de nuestra fe a la hora de determinar nuestra conducta es demasiado poco.
 
La Eucaristía de hoy es una invitación a dejarnos de teorías y pasar definitivamente a la acción. Es la hora en la que esa frase tan falta de sentido, y que se ha hecho tan popular entre nosotros “soy creyente, pero no practicante” hay que arrojarla a la papelera. Se entiende que no practican porque nos van a misa cuando la práctica del cristiano además de ir a misa, lleva consigo otras cosas también muy importantes, si uno es creyente tiene que comportarse como tal, sino es así es porque en realidad no creemos lo que decimos.
 
Reconocerse pecador en una actitud fundamentalmente religiosa, pero ese reconocimiento debe llevar consigo también una actitud enérgica de intentar ser mas auténticos y más profundos a la hora de ser luz y sal para los otros. Echa una mirada a tus actos, echa una mirada a tu conducta, de verdad, ¿ella puede ser luz y sal para los que la ven?
 
Señor que seamos más coherentes con lo que creemos. Te lo pedimos al tiempo que recordamos a todos los que sufren, están solos o enfermos.
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02 febrero 2020

PRESENTACION DE JESUS EN EL TEMPLO 2 DE FEBRERO


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02 febrero 2020

PRESENTACION DE JESUS EN EL TEMPLO 2 DE FEBRERO

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 El Encuentro con Simeón y Ana (encuentro del Señor con su pueblo),

la Purificación ritual de la Virgen María,

se celebra la Fiesta de las Candelas o de las Luces

 Cuando Dios dio la ley, ordenó que las mujeres se abstuviesen de entrar en el templo, y de tocar cosa alguna consagrada al culto por algún tiempo después del parto.
Este tiempo se limitó a cuarenta días si era hijo lo que pariesen, y a ochenta siendo hija.

Pasado este término, la madre se presentaría en el templo y ofrecería al Señor en holocausto un tierno cordero en acción de gracias por su feliz alumbramiento, y un pichón ó una tórtola para expiación del pecado, es decir, de la impureza legal.

Se llevan candelas o velas a bendecir, las cuales simbolizan a Jesús como luz de todos los hombres.

Su nombre proviene del verbo latino candere, que significa brillar por su blancura, estar blanco o brillante por el calor, arder, abrasar, se forma en español la palabra candela; y del griego pyr, que significa fuego (comparese con “pira”), procede la palabra latina purus /pura, que contiene también la idea de seleccionar, de elegir. Ambos nombres, pues, encierran la sugestiva idea de fuego.
No se sabe con certeza cuando empezó a celebrarse la Procesión en este día.
Parece ser que en el siglo X ya se celebraba con solemnidad esta Procesión y ya empezó a llamarse a la fiesta como Purificación de la Virgen María.
Durante mucho tiempo se dio gran importancia a los cirios encendidos y después de usados en la procesión eran llevados a las casas y allí se encendían en algunas necesidades.
El Papa, el clero y el pueblo, con los pies descalzos, salmodiando y cantando antífonas y llevando en sus manos candelas encendidas, se dirigían desde la iglesia de San Adrian hasta la estacional de Santa María la Mayor, en donde se celebraba la misa solemne.
Actualmente en el ritual de misa, el Celebrante bendice las candelas diciendo:
Oremos:
Oh Dios, fuente y origen de toda luz,
que has mostrado hoy a Cristo,
luz de todas las naciones,
al justo Simeón;
dígnate bendecir c estos cirios;
acepta los deseos de tu pueblo
que, llevándolos encendidos en las manos
se ha reunido para cantar tus alabanzas,
y concédenos caminar por la senda del bien,
para que podamos llegar a la luz eterna.
Por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
Y rocía las candelas con agua bendita.


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Pero que, si la recién parida fuese pobre, en lugar del corderillo ofrecería otra tórtola ú otro pichón, con los que ofrecidos al Señor por el sacerdote quedaría purificada.

La parte más importante del rito consistía en la oblación de dos sacrificios. 
Uno que se denominaba “sacrificio por el pecado”, cuya materia siempre era una tórtola o un pichón.
Y otro “sacrificio de holocausto”, cuya víctima exigida era, para los ricos era un cordero de un año, y para los pobres un pichón o una tórtola.

La purificación de las madres tenía lugar por la mañana.
Entraría María por el atrio llamado de las mujeres, se colocaría en la grada más alta y allí sería rociada con el agua lustral por el sacerdote de turno, que a la vez recitaría sobre ella unas preces.
Además de la ley que hablaba de la purificación de la madre, había otra que particularmente se entendía del hijo primogénito.
Si el primer fruto del vientre de la madre fuere hijo, dice la Escritura, le separaréis para el Señor y se le consagraréis. (Exod., 13).
Por esta ley, todos los primogénitos de los hijos de Israel debían ser dedicados al ministerio de los altares.
Pero porque Dios había escogido para este empleo a los hijos de la tribu de Leví, ordenó que los primogénitos de las otras tribus, no debiendo servir en el templo, fuesen presentados al Señor como primicias que se le debían, y que después fuesen rescatados a precio de dinero.
No era necesario llevar a Jerusalén al infante.
Bastaba con que el padre pagase el impuesto al sacerdote de turno, no antes de los treinta y un días después del nacimiento, para cumplir religiosamente con lo estatuido en la ley.
Lo dice San Lucas (2,24), y, además, históricamente imaginamos que San José compraría un par de palomas o tórtolas al administrador del templo o a alguno de los mercaderes.
El sacerdote cortará el cuello del ave y sin separarlo del cuerpo derramará la sangre al pie del altar.
La paloma que sirvió para el holocausto será quemada sobre las ascuas del altar de bronce.

Cuando Dios dio la ley, ordenó que las mujeres se abstuviesen de entrar en el templo, y de tocar cosa alguna consagrada al culto por algún tiempo después del parto.
Este tiempo se limitó a cuarenta días si era hijo lo que pariesen, y a ochenta siendo hija.

Pasado este término, la madre se presentaría en el templo y ofrecería al Señor en holocausto un tierno cordero en acción de gracias por su feliz alumbramiento, y un pichón ó una tórtola para expiación del pecado, es decir, de la impureza legal.
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Pero que, si la recién parida fuese pobre, en lugar del corderillo ofrecería otra tórtola ú otro pichón, con los que ofrecidos al Señor por el sacerdote quedaría purificada.

La parte más importante del rito consistía en la oblación de dos sacrificios. 
Uno que se denominaba “sacrificio por el pecado”, cuya materia siempre era una tórtola o un pichón.
Y otro “sacrificio de holocausto”, cuya víctima exigida era, para los ricos era un cordero de un año, y para los pobres un pichón o una tórtola.


En la puerta del templo estaba un sacerdote, el cual recibía a los padres y al niño y hacía la oración de presentación del pequeño infante al Señor.
En aquel momento hizo su aparición un personaje muy especial. Su nombre era Simeón. Era un hombre inspirado en el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo había prometido a Simeón que no se moriría sin ver al Salvador del mundo, y ahora al llegar esta pareja de jóvenes esposos con su hijito al templo, el Espíritu Santo le hizo saber al profeta que aquel pequeño niño era el Salvador y Redentor.
Simeón emocionado pidió a la Santísima Virgen que le dejara tomar por unos momentos al Niño Jesús en sus brazos y levantándolo hacia el cielo proclamó en voz alta dos noticias: una buena y otra triste
Mientras aquel hombre inspirado habla así de la dignidad del Salvador y del misterio de nuestra redención, una santa viuda, de edad de ochenta y cuatro años, llamada Ana, hija de Fanuel.
Célebre por el don de profecía y por la santa vida que constantemente observaba después de la muerte de su marido, con quien había vivido siete años, entró en el templo, que frecuentaba mucho.
Y arrebatada del mismo espíritu y de los mismos ímpetus de gozo que Simeón, comenzó a alabar a Dios y contar lo que sabía de aquel divino Niño cuantos esperaban la redención y la salud de Israel.
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EL ORIGEN DE LA FIESTA EN LA IGLESIA

La fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen es una de las más antiguas que celebra la Iglesia. 
El año de 642, en tiempo del emperador Justiniano, se celebraba el día 2 de Febrero, en que se cumplen puntualmente los cuarenta desde el nacimiento del Niño Dios.

Llamaron los griegos a esta fiesta Hypapante, que quiere decir Encuentro, por el que tuvieron el viejo San Simeón y Santa Ana profetisa, hallándose en el templo al mismo tiempo que concurrieron en él el Hijo de Dios y su Santísima Madre.
San Gelasio I (492-496), Papa que gobernaba la Iglesia treinta años antes que Justiniano I (527-565) fuese emperador, había ya instituido en Roma esta fiesta, cuando, para desterrar la de las Lupercales ó purificaciones profanas, que celebraban los gentiles en el día 13 ó 14 de este mes.
Instituyó la de la Purificación de la Virgen con la ceremonia de las Candelas en sustitución de las impías ceremonias alrededor de sus templos, a las cuales daban el nombre de Lustraciones.
Creen algunos que el papa San Gelasio I sólo dio mayor solemnidad a esta fiesta, pretendiendo que, por lo demás, ya se celebraba en la Iglesia en el tercer siglo.
Lo cierto es que Surio, que vivía en el año de 430, habla de una fiesta muy célebre de la Virgen, que se solemnizaba entonces con gran devoción: había una fiesta en honra de la Virgen Madre de Dios, y, como era muy solemne, era grande la concurrencia de los fieles a celebrarla.
Tanta verdad es que la devoción a la Santísima Virgen fue desde los primeros siglos de la Iglesia la devoción favorecida de los fieles, así como lo es el día de hoy de todos los predestinados.
Unas iglesias le dieron a esta fiesta un marcado carácter cristológico y otras liturgias resaltaron más el carácter mariano.


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Pero desde entonces ha pasado a ser en primer lugar Cristológica, ya que el principal misterio que se conmemora es la Presentación de Jesús en el Templo y su manifestación o encuentro con Simeón.



JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA


Ya que el encuentro con Cristo, se precisa, es encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva y cada vez que se repite esta experiencia crece la convicción de que es lo que los demás necesitan

"El encuentro con Jesús cambia la vida, establece un antes y un después que los religiosos sean "hombres y mujeres que aprenden a mirar, a acoger, a acompañar, a hacer espacio al otro en lo que es, porque hemos sido encontrados por el Dios de la Vida para hacernos testigos de su Vida, para hacernos parte de su misión y ser, con Él, caricia de Dios para tantos".

Ya que el encuentro con Cristo, se precisa, es encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva y cada vez que se repite esta experiencia crece la convicción de que es lo que los demás necesitan. Por ello, se señala en el mensaje, "el lema de esta Jornada que celebramos es nueva ocasión de entrar en lo íntimo de uno mismo, para ver qué es lo esencial, lo más importante para nosotros, y qué nos está distrayendo del amor y por tanto nos impide ser felices. El amor de Dios es fiel siempre, no desilusiona, no defrauda".
Resultado de imagen de mensaje de benedicto xvi en 2013 en la jornada de la vida consagrada

Imagen relacionadaHace bien recordar siempre esa hora, ese día clave para cada uno de nosotros en el que nos dimos cuenta, en serio, de que "esto que yo sentía" no eran ganas o atracciones, sino que el Señor esperaba algo más.
Hacer memoria agradecida de aquel encuentro primero es, sin duda, brújula para seguirnos orientando en los sucesivos encuentros que jalonan nuestra historia, para seguir escuchando su llamada siempre nueva al seguimiento, con otros, para anunciar el Reino. Además, la experiencia honda del encuentro con el Señor Jesús, con el Amor de Dios, nos posibilita ser también nosotros artesanos del encuentro. Hombres y mujeres que aprenden a mirar, a acoger, a acompañar, a hacer espacio al otro en lo que es, porque hemos sido encontrados por el Dios de la Vida para hacernos testigos de su Vida, para hacernos parte de su misión y ser, con Él, caricia de Dios para tantos.
Como religiosos y religiosas, estamos invitados a vivir el encuentro con el Amor de Dios, en cada encuentro: en la comunidad, en la tarea apostólica, en la relación con las gentes con las que compartimos la vida... encuentros que se hacen de dar y recibir, de compartir, de construir cotidianamente fraternidad, de situarnos ¡y sabernos! hermanos de cada hombre, de cada mujer, de este mundo y esta Tierra que son expresión del Amor, a veces sufriente, de Dios.
Por eso mismo, estamos llamados a ser testigos del Amor de Dios, a ser posibilitadores para otros en ese camino de encuentro con Él: cuando acompañamos, cuando nuestra vida se teje de servicio y se hace señal que remite a Dios, cuando nuestra existencia se deja afectar y configurar por los pequeños y pobres, por los sufrientes... al modo de Jesús.

 Último mensaje en -2013- del Papa Benedicto XVI a los religiosos en la jornada de la vida consagrada. Es un regalo tan grande que conviene revivirlo.:

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Queridos hermanos y hermanas:
En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lev 12, 1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).


Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35). 
Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en la palabra del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo... Refinará a los levitas... para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (3, 1.3). Claramente aquí no se habla de un niño, y sin embargo esta palabra halla cumplimiento en Jesús, porque «enseguida», gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su «presentación», o de su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2, 13-22; Mc 11, 15-19 y paralelos) y sobre todo hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza. 
Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura, de forma que se refuerza el tema del nuevo sacerdocio: un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2, 18). Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico, cuando Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma [María] una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). La «salvación» que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de la muerte violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo» de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar «su salvación» (cf. 2, 30). 
«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32): así Simeón define al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz, que resuena en el primer y segundo canto del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42, 6; 49, 6), está fuertemente presente en esta liturgia. Que de hecho se ha abierto con una sugestiva procesión en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios. 
Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios. A cada uno, y a vuestros institutos, dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1).
Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).
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11 enero 2020

DOMINGO DEL BAUTISMO DEL SEÑOR 12 DE ENERO




DOMINGO DEL BAUTISMO DEL SEÑOR 12 DE ENERO

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Juan invitaba a un bautismo, distinto de las habituales abluciones religiosas destinadas a la purificación de las impurezas contraídas de diversas maneras. Su bautismo era un bautismo «de conversión para perdón de los pecados» (Mc 1, 4). Debía marcar un fin y un nuevo inicio, el cambio de conductas pecaminosas en conductas virtuosas, el abandono de una vida alejada de los mandamientos divinos para asumir una vida “justa”, santa, conforme a las enseñanzas divinas. Su bautismo implicaba una confesión de los propios pecados y un propósito decidido de dar «frutos dignos de conversión» (ver Mt 3, 6-8).
El simbolismo del ritual hablaba de esta realidad: el penitente era sumergido completamente en el agua del Jordán (el término bautismo viene del griego baptizein y significa «sumergir», «introducir dentro del agua») significando un sepultar a la persona que en cierto sentido ha muerto por la renuncia a la vida pasada de pecado, para resurgir luego del agua como una persona distinta, purificada. Era, pues, el símbolo del nacimiento para una vida nueva.
Con su bautismo Juan hacía realidad ya cercana las antiguas promesas de salvación hechas por Dios a su pueblo: «Una voz clama en el desierto: “¡Preparen el camino del Señor! ¡Allánenle los caminos!”» (Is 40, 3). Juan reconocía que su bautismo era pasajero. Él no hacía sino preparar el camino a quien detrás de él vendría con un Bautismo muy superior: «Yo los bautizo en agua para conversión… Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3, 11).
Estaba Juan bautizando cuando llega Jesús a pedirle que también a Él lo bautice. ¿Necesitaba Jesús este bautismo? ¿Necesitaba Él renunciar a una vida de pecado, de infidelidad a la Ley divina y de lejanía de Dios, para empezar una vida nueva? No. Juan lo sabe y se resiste a bautizarlo. Jesús no tiene pecado, Él no necesita ser bautizado con un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Ante el Cordero inmaculado Juan se siente indigno y dice ser él quien necesita ser bautizado por Jesús. Aún así, el Señor insiste: «Déjalo así por ahora. Está bien que cumplamos todo lo que Dios quiere» (Así la traducción litúrgica. La traducción literal del griego dice: «conviene que así cumplamos toda justicia»).
Comenta el Papa Benedicto XVI: «No es fácil llegar a descifrar el sentido de esta enigmática respuesta. En cualquier caso, la palabra árti —por ahora— encierra una cierta reserva: en una determinada situación provisional vale una determinada forma de actuación. Para interpretar la respuesta de Jesús, resulta decisivo el sentido que se dé a la palabra “justicia”: debe cumplirse toda “justicia”. En el mundo en el que vive Jesús, “justicia” es la respuesta del hombre a la Torá, la aceptación plena de la voluntad de Dios, la aceptación del “yugo del Reino de Dios”, según la formulación judía. El bautismo de Juan no está previsto en la Torá, pero Jesús, con su respuesta, lo reconoce como expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo» (Jesús de Nazaret, Planeta, Bogotá 2007, p. 39).
Él no necesita ciertamente este bautismo, sin embargo, obedeciendo a los designios amorosos de su Padre, se hace solidario con los pecadores: «Sólo a partir de la Cruz y la Resurrección se clarifica todo el significado de este acontecimiento… Jesús había cargado con la culpa de toda la humanidad; entró con ella en el Jordán. Inicia su vida pública tomando el puesto de los pecadores… El significado pleno del bautismo de Jesús, que comporta cumplir “toda justicia”, se manifiesta sólo en la Cruz: el bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del Cielo —“Éste es mi Hijo amado” (Mc 3, 17)— es una referencia anticipada a la resurrección. Así se entiende también por qué en las palabras de Jesús el término bautismo designa su muerte (ver Mc 10, 38; Lc 12, 50)» (allí mismo, p. 40).
Haciéndose bautizar por Juan, junto con los pecadores, Jesús comenzó a cargar con el peso de la culpa de toda la humanidad como Cordero de Dios que “quita” el pecado del mundo. Esta obra la llevaría a su pleno cumplimiento en la Cruz, el momento al que el Señor mismo se referirá como el “bautismo” con el que tiene que ser bautizado (ver Lc 12, 50). Es muriendo como se “sumerge” en el amor del Padre y difunde el Espíritu Santo para que los que crean en Él renazcan de esa fuente inagotable de vida nueva y eterna que es el Bautismo cristiano. Así, por su muerte y resurrección, y haciéndonos partícipes de su misma Pascua por el baño bautismal, Cristo nos libró de la esclavitud de la muerte y nos “abrió el cielo” es decir, el acceso a la vida verdadera y plena.

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III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Un día fui bautizado. Por la efusión del agua y el Don del Espíritu Santo, aquel día recibí una nueva identidad: desde entonces no sólo me llamo, sino que verdaderamente soy cristiano.
Pero, ¿qué quiere decir que soy cristiano? ¿Cuál es el alcance y contenido de esta afirmación?
Cristiano identifica no sólo al seguidor de la doctrina de Cristo, sino que más aún, significa que le pertenece a Cristo en virtud de una transformación interior realizada por el Bautismo. En efecto, por la efusión del agua y el Don del Espíritu Santo (ver Rom 8, 9-10) hemos llegado a ser una nueva creatura, hijos de Dios en el Hijo único (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 537 y 1997), miembros de Cristo y de su Cuerpo místico, que es la Iglesia (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1213): «Mediante el Bautismo, nos hemos convertido en un mismo ser con Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2565). Por tanto, cristiano es un nombre que «expresa la esencia, la identidad de la persona y el sentido de su vida» (Catecismo de la Iglesia Católica, 203).
Y así como podemos afirmar que el nombre de Jesús «expresa a la vez su identidad y su misión» (Catecismo de la Iglesia Católica, 430), el nombre de cristiano expresa asimismo nuestra profunda identidad y misión: “cristiano” significa “ungido” y «tiene su origen en el nombre de Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1289), el Ungido por excelencia porque fue ungido por Dios «con el Espíritu Santo» (Hech 10, 38).
El bautizado pasa a ser de Cristo porque, como el Señor Jesús, recibe esta unción que es el don de lo Alto, el Espíritu Santo derramado en su corazón: por este Don «ha llegado a ser un cristiano, es decir, “ungido” por el Espíritu Santo, incorporado a Cristo, que es ungido sacerdote, profeta y rey» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1241). Esta Unción da al bautizado no sólo un nombre, sino que aporta un cambio ontológico a la persona que lo recibe, dándole una nueva identidad y una propia misión, que es la identidad y misión propia de la Iglesia: «llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1213).
De la claridad y de la certeza de la propia identidad bautismal (soy cristiano) nace la conciencia de la propia misión y del papel insustituible que cada uno de nosotros tiene en la Iglesia y en el mundo. Todo bautizado, cual luz que brilla en medio de las tinieblas, está llamado a irradiar a Cristo cooperando con el anuncio de su Evangelio y viviendo una vida que se empeña en amar a los demás como Cristo mismo nos ha amado.

IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Pedro Crisólogo: «Hoy entra Cristo en las aguas del Jordán, para lavar los pecados del mundo: así lo atestigua Juan con aquellas palabras: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Hoy el siervo prevalece sobre el Señor, el hombre sobre Dios, Juan sobre Cristo; pero prevalece en vistas a obtener el perdón, no a darlo».
San Ambrosio: «Fue bautizado el Señor, no para purificarse, sino para purificar las aguas, a fin de que, purificadas por la carne de Jesucristo, que no conoció el pecado, tuviesen virtud para bautizar a los demás».
San Gregorio de Nacianceno: «Cristo es hoy iluminado, dejemos que esta luz divina nos penetre también a nosotros; Cristo es bautizado, bajemos con Él al agua, para luego subir también con Él... Honremos hoy, pues, el bautismo de Cristo y celebremos como es debido esta festividad. Procurad una limpieza de espíritu siempre en aumento. Nada agrada tanto a Dios como la conversión y salvación del hombre, ya que para él tienen lugar todas estas palabras y misterios; sed como lumbreras en medio del mundo, como una fuerza vital para los demás hombres; si así lo hacéis, llegaréis a ser luces perfectas en la presencia de aquella gran luz, impregnados de sus resplandores celestiales, iluminados de un modo más claro y puro por la Trinidad, de la cual habéis recibido ahora, con menos plenitud, un único rayo proveniente de la única Divinidad, en Cristo Jesús, nuestro Señor, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén».
San Agustín: «Me dirijo a vosotros, recién nacidos por el bautismo, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, complacencia del Padre, fecundidad de la Madre, germen puro, grupo recién agregado, motivo el más preciado de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor. Os hablo con palabras del Apóstol: Revestíos de Jesucristo, el Señor, y no os entreguéis a satisfacer las pasiones de esta vida mortal, para que os revistáis de la vida que habéis revestido en el sacramento. Todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo».
San Basilio Magno: «El bautismo tiene una doble finalidad: la destrucción del cuerpo de pecado, para que no fructifiquemos ya más para la muerte, y la vida en el Espíritu, que tiene por fruto la santificación; por esto el agua, al recibir nuestro cuerpo como en un sepulcro, suscita la imagen de la muerte; el Espíritu, en cambio, nos infunde una fuerza vital y renueva nuestras almas, pasándolas de la muerte del pecado a la vida original. Esto es lo que significa renacer del agua y del Espíritu, ya que en el agua se realiza nuestra muerte y el Espíritu opera nuestra vida».

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V. CATECISMO DE LA IGLESIA
El bautismo de Jesús
536: El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores; es ya «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29); anticipa ya el «bautismo» de su muerte sangrienta. Viene ya a «cumplir toda justicia» (Mt 3, 15), es decir, se somete enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados. A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo. El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a «posarse» sobre él. De él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, «se abrieron los cielos» (Mt 3, 16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación.
1224: Nuestro Señor se sometió voluntariamente al Bautismo de S. Juan, destinado a los pecadores, para «cumplir toda justicia» (Mt 3, 15). Este gesto de Jesús es una manifestación de su «anonadamiento» (ver Flp 2, 7). El Espíritu que se cernía sobre las aguas de la primera creación desciende entonces sobre Cristo, como preludio de la nueva creación, y el Padre manifiesta a Jesús como su «Hijo amado» (Mt 3, 16-17).
1225: En su Pascua, Cristo abrió a todos los hombres las fuentes del Bautismo. En efecto, había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un «Bautismo» con que debía ser bautizado. La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la vida nueva: desde entonces, es posible «nacer del agua y del Espíritu» para entrar en el Reino de Dios.
El Bautismo cristiano
1267: El Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. «Por tanto... somos miembros los unos de los otros» (Ef 4, 25). El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Cor 12, 13).
1269: Hecho miembro de la Iglesia, el bautizado ya no se pertenece a sí mismo, sino al que murió y resucitó por nosotros. Por tanto, está llamado a someterse a los demás, a servirles en la comunión de la Iglesia, y a ser «obediente y dócil» a los pastores de la Iglesia y a considerarlos con respeto y afecto. Del mismo modo que el Bautismo es la fuente de responsabilidades y deberes, el bautizado goza también de derechos en el seno de la Iglesia: recibir los sacramentos, ser alimentado con la palabra de Dios y ser sostenido por los otros auxilios espirituales de la Iglesia.
1270: Los bautizados «por su nuevo nacimiento como hijos de Dios están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia» y de participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios.
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04 enero 2020

DOMINGO DE EPIFANIA CICLO A

(Eclo 24, 1-4. 12-16; Ef 1, 3-6.15-18; Jn 1,1-18)
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Dios nos eligió en Cristo… para que fuésemos santos (Ef 1,4). Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron (Jn 1, 11).
Este domingo es una prolongación de la fiesta de Navidad, aunque su contenido es más teológico y elevado; este matiz nos invita a profundizar, especialmente a través de la tercera lectura tomada del prólogo del evangelio de san Juan, leída también en la “misa del día” el día 25, pero que hoy cobra especial protagonismo, al invitarnos a ir más allá de lo que recordamos en estas entrañables fiestas. Y es que Cristo Jesús, Sabiduría personificada de Dios, su Verbo, es consustancial con el Padre. De Él, de su eternidad, de su acción creadora de cuanto existe nos habla san Juan, para añadir, al final, que el Verbo se hizo carne y que habitó entre nosotros (Jn 1, 14), el misterio principal que estamos celebrando estos días.
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Pues bien, tras contemplar al Niño-Dios reclinado en el pesebre o en brazos de  María, su Madre, la liturgia de este domingo nos invita hoy a elevarnos hasta el misterio del Dios Uno y Trino. Ya la primera lectura, escrita allá por el año 180 antes de Cristo, parece hablarnos de una Sabiduría personificada, es decir, de una persona que existe desde el principio, antes de los siglos, que se gloría de su pueblo, que habita en Jacob, en Jerusalén; que echó raíces en un pueblo glorioso, mientras otros pueblos permanecían en la oscuridad y en la ignorancia. Los que hoy leemos este libro del Antiguo Testamento sabemos que esta Sabiduría para la Iglesia se identifica con la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo encarnado, Cristo, Palabra eterna de Dios, enviado ahora como Profeta y Maestro auténtico.
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Por su parte, el apóstol san Pablo, en la segunda lectura, abundando en este mensaje, nos dice que, desde antes de la creación del mundo, Dios, el Dios Uno y Trino, nos amó y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Cristo. Dios es quien actúa primero y por pura iniciativa suya nos bendice con toda clase de bendiciones y gracias, lo que debería provocar siempre en nosotros la respuesta que nos ofrece el mismo apóstol: Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones (Ef 1,39). La bendición descendiente de Dios y la que nosotros le tributamos con nuestra alabanza se encuentran en la persona de Cristo. En Él Dios nos eligió para que seamos santos.
La tercera lectura -ya lo hemos dicho- está tomada del evangelio de san Juan y constituye el mejor resumen no sólo del misterio de la Navidad, sino de toda la historia de la salvación. Desde la eternidad, el Verbo de Dios estaba junto a Dios, era Dios, y era la Palabra viviente de Dios. Y cuando llegó la plenitud de los tiempos el que era la Sabiduría y la Palabra de Dios se hizo hombre, se encarnó y acampó entre nosotros para iluminar con su luz a todos los hombres. Los que acogen esta Palabra reciben el don de nacer de Dios y ser sus hijos.
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Todos necesitamos la luz que brota de esta Palabra; todos la necesitamos para descubrir el sentido de nuestra vida. Como Sabiduría personificada, que es el propio Cristo, nos ayuda a ver las cosas desde los ojos de Dios -“luz de los que creen en Él”- feliz expresión que repetiremos en la oración de ofertorio. La verdad es que, si los hombres no reciben a ese Cristo como Palabra definitiva de Dios, el desconcierto y la confusión que reina en las ideologías harán imposible el mensaje proclamado por los ángeles en la Noche Buena: En la tierra paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 14).
Efectivamente, en el pasaje evangélico de hoy san Juan nos ha presentado un dilema: unos reciben a esa Persona que es la Palabra viva de Dios, y otros no. Esa Palabra era la Luz, pero la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió; aún más, vino a su casa y los suyos no la recibieron (Jn 1, 7 y 11). Una profunda tristeza invade el corazón del creyente. Ayer fue el pueblo de Israel, que después de esperar durante tantos siglos al Mesías, cuando por fin se cumplieron todas las promesas y las profecías no lo quisieron recibir, porque no se ajustaba a lo que ellos imaginaban. También hoy se le rechaza porque tampoco aceptan sus enseñanzas. La tristeza aumenta de grado cuando se uno encuentra con no pocos que un día creyeron en Él y, a la primera dificultad, lo abandonaron. Alentamos la esperanza de que regresen de nuevo.
Una reflexión final y muy oportuna: pronto terminarán las fiestas de Navidad; lo que viene después no es un punto y aparte, sino un punto y seguido, es decir, el encuentro dominical o acaso diario, con Cristo, la Palabra viviente que nos dirige una y otra vez Dios Padre. Sí, en la celebración de la Eucaristía encontraremos nuestra más profunda y eficaz “formación permanente”, la escuela que nos ayuda a crecer en nuestra fe y en nuestra vida cristiana. Si con el salmista pedimos a Dios “enséñanos tus caminos”, la respuesta nos vendrá de la Palabra que nos habla en nuestras celebraciones comunitarias o en la lectura que podamos hacer personalmente o en grupo.
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Dios nos eligió en Cristo… para que fuésemos santos (Ef. 1,4), nos dice hoy el Apóstol; el secreto para serlo consiste en hacer siempre la voluntad de Dios: la Virgen María nos lo dice con su respuesta al anuncio del ángel: hágase en mí según tu palabra. Habrá, pues, que esforzarse en ajustar nuestro estilo de vida a la Palabra que Dios nos dirige. Es así como viviremos en la luz, creceremos en la fe y en la esperanza, y nos sentiremos estimulados a vivir según Cristo.
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